Capítulo IX/I

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Nota de autora:
Para Kevin, solo la parte romántica. Nada de pasiones insanas en lo nuestro, por más humanos que seamos ambos.



Al contrario de lo que usted imaginó sobre el capítulo siguiente, caí enferma. La presión mental afectó tan gravemente mi estado de ánimo como de salud. Al contrario de lo que usted imaginó, Charles no volvió a engañarme en mi misma cama mientras yo padecía. No, e incluso hubiese sido mejor así: sería mejor que la vida esté escrita de tal modo que la escasa lucidez de quienes la vivimos pueda descifrarla con total facilidad.
Charles me arropaba, besaba mis lívidas mejillas y peinaba mis cabellos. Mis gemidos nocturnos eran atendidos con esmero, y se me tenía completa paciencia y tolerancia. No puedo decir que jamás, ni siquiera en otras ocasiones, haya sufrido allí tanta negligencia y desidia como en mi antiguo hogar.
Uno pensaría que es pura manipulación psicológica. Yo también me lo pregunté varias veces. Todo el rato, realmente, permanecía sometida a profundas cavilaciones sobre la benignidad de Charles. Al final, dejé pasar las desgracias con que él me maldijo, y tras el juramento informal del muchacho de amarme y desearme solo a mí, al estar casi recuperada comencé de nuevo...

Pero esta vez a mí me correspondió arruinar un fingido romance que ya no encajaba en la vida de la pareja.
Charles estaba enamorado de un hombre, y yo, ignorante campesina, era consciente a medias tanto de los actos decorosos y devotos como de los actos revolucionarios, y mucho menos lo era de los tiempos libertarios que corrían. Según mi propia objetividad (por contradictorio que suene), Charles era un hombre con sentimientos correctos, pues todos los que no inciten al mal lo son. Sin embargo, los mismos lo llevaron a una conducta tóxica que luego yo imité, cual niña pequeña: su romance con ese muchacho se desbordaba por insignificantes agujeros de la pared que los enamorados interponían entre ellos y yo.
En efecto, la única solución que encontré fue canalizar mi confusión y desorden en un venenoso odio hacia mi esposo.

Aún era parcialmente consciente de los repetidos adulterios de Charles.
Dentro de mi tumulto psicológico, aparentemente me aburría; los días discurrían tal como debían, pues en apariencia volvía a ser mi matrimonio uno común y corriente. Durante mi malestar, el chico Dan no supo nada de mi enfermedad. Solo se le dijo que estuvimos ausentes por unas semanas. Por eso, cuando lo dejaron nuevamente visitar nuestra casona y a Eleanor, aproveché la situación para cortejarlo por mi cuenta, sin prestar atención a la monótona costumbre de que debe ser al revés. Mi poco conformista y revolucionario proceder lo terminó de cautivar, y trascendió completamente su sutil e ilícito clasismo.
Pronto, cualquier idiota hubiera advertido nuestro mutuo embobamiento. Amaba a Dan de un modo muy sano. Caminábamos y teníamos aquellas filosóficas conversaciones, no precisamente bajo las estrellas, pero conversaciones al fin. Jamás había compenetrado tan bien con alguien; jamás había experimentado tal hermandad, tal comprendimiento, tantos proyectos juntos a futuro que incluso a nosotros mismos nos resultaban idioteces.

-Dan-dije a él cierto día, en la ya mencionada finca de los Edevane-. Nademos en el lago. Tengo tanto calor...
El río y asintió. Comprendió un doble sentido que yo deje salir implícita e inconscientemente. Por eso me sorprendí cuando Dan se ruborizó al sacarse su blusa; no podía entrar con pantalones. Yo tampoco. Antes de que pudiera pensar en algo, con mucha vergüenza teñida en jovialidad, dijo él:

-Bueno, no nos queda otra opción. Las damas primero. Adelante.

Tardé unos segundos en pescarlo.

-¡Pícaro!-exclamé, y me quité los zapatos, la enagua y la falda. Luego las calzas, mi tapado, mi blusa, el corset, la camisa y finalmente el corpiño.

Enseguida prosiguió él. No daré detalles de aparatos reproductores ni de estado físico. Según mis ojos, las virtudes de su alma y corazón habían traspasado hacia su cuerpo.

Junto al mimo de las frescas aguas, nos tocamos de la forma más inadecuada: las profundidades de íntimos deseos sexuales fueron complacidas, aunque aún sin penetración. Cuando tocó mis pechos y me besó sin restricciones, sentí su deseo por mí, su deseo por mutuo placer y disfrute.

Supuestamente, ese jubiloso día pertenecía al de recuperación y reposo, y el frío que tomé al salir del lago no ayudó en nada; al anochecer, mi salud retrocedió abruptamente.

Jane Baudelaire Donde viven las historias. Descúbrelo ahora