Capítulo VII/I

38 5 0
                                    

Tuve el placer de casarme con Charles Edevane poco menos de un mes después de mi llegada.
Eleanor se ocupó de la cortesía, según ella, de enriquecer mi porte y mi figura. Yo accedí, encantada de estar pasando a lo que no sabía que era, realmente, una forma de dejarme sucumbir sin resistencia por las órdenes que la sociedad imparte.
Conocí a la madrastra de mi marido, próspera segunda esposa del difunto señor Edevane, Casilda Bell de Edevane, quien no a sabiendas de mi origen sino sospechándolo dijo que era una dama digna de Charles.
Los cambios que efectuaron en mí no fueron completamente revolucionarios: debido a mis casi inexistentes problemas raciales no hizo falta tintura ni pelucas, solo un poco de mentiras y de maquillaje. En esos términos, mi palidez superaba a la de la flia Edevane; mi cabello se lucía ante aquél marrón suyo, odiado y transformado con diversos químicos, en parte por la influencia alemana que ya se hacía notar por aquellas fechas. Justamente por ese detalle, por esa superioridad que trascendía incluso aquella supuesta clase social fue que Casilda me aceptó en su familia.

—Ah, bella, si fuera un hombre no dudaría en casarme contigo—. decía Eleanor, tomándome las manos y haciéndome bailar. Eran los momentos previos a mi boda. Yo ya estaba arreglada, y debíamos partir en unos minutos.
Tuve un impulso de reír; éste fue reprimido tras no comprender el trasfondo de las posibles intenciones que me guardaba la extraña Eleanor.
—Ah, si son bromas—repuso, con un ligerísimo pero intenso tono de desprecio—. ¡Mi vida por la virilidad de mis amos!

La boda se festejó con todas las ventajas posibles. No obstante, de todo el noviazgo, podríamos decir que esa fue la parte menos superficial; nuestra alegría no se extendió más allá de aquél día.

Charles era un buen muchacho. Sin embargo, la conclusión a la que llegué pronto fue que por ningún lado de mi  matrimonio hubo algo del romance esperado: sutilmente, el interés del muchacho para conmigo se superpuso a los tiempos respetados que por defecto yo merecía. Comencé a darle forma a ésta creencia una bella noche. Pernoctábamos en la luminosa mansión de la finca de veraneo de los Edevane, muy a las afueras de la ciudad.
Charles leía en la cama y yo estaba acostada sin hacer nada. Era difícil acostumbrarse a una casa con todas las comodidades viniendo de un lugar humilde, aunque poca desazón me traía el abrupto cambio, pues solo disfrutaba de sus beneficios ya como una rica cualquiera.
-Jane-dijo él-, ¿no te parece que es apropiado tener un hijo a estas alturas?-no respondí, esperando que se explique-. Han pasado doce semanas desde nuestra boda, las tengo contadas. Digo, todos lo hacen.
-Yo creo que es algo que debe llegar con el tiempo, querido. Ah, es tan linda nuestra habitación, amor, disfrutemos del presente. Eso ya sucederá.
-No. La gente nos mirará mal si permanecemos mucho más tiempo de novios. Además, ¿qué más hermoso que niños rubios? Jane, tu hermosura debe ser replicada. Lo anhelo.
Lo miré incrédula.
-Déjame pensarlo. No es nada fácil.-dije yo.
La cruel disyuntiva entre el sentimiento de ternura o de repulsión que me provocaba su conducta multiplicó mi sueño.

En la mañana del día siguiente, mientras observaba el paisaje por la ventana de la sala de estar, oí varios estruendos seguidos provenientes del piso de arriba. Subí con más curiosidad que miedo o preocupación, y descubrí que el sonido venía de nuestra habitación conyugal.
Cuando abrí la puerta, Charles y compañía se cubrieron con las sábanas, pues él estaba en pleno acto sexual con otro muchacho. Eleanor, que estaba sentada en el alféizar interno del enorme vental, se quito un largo porta cigarrillos de la boca y me miró con su cómica indiferencia. Reprimí una posible amarga y jovial risita y actué como era tradicional:
-¡Maldito seas, Charles! ¿Cómo es posible que tras mi dudar esta sea la única solución que encuentres?
-¡Jane! Mi amor, esto tiene explicación, por favor...-suplicó Charles.
El otro chico me miraba con tanta vergüenza como atrevimiento.
Me retiré de la habitación con un portazo decorativo; en ese teatro ninguno de los personajes tenía claras sus emociones.
No sabía en qué pensar. Ignoré aquella escena que, además de inapropiada en sí, era ampliamente censurable.
Recién estaba percatándome de que, desde el día en que vi a Charles por primera vez, no sentí aquél apego, aquella típica compenetración del romance con él.
En el fondo, siempre supe que las palabras que le dirigía eran vanas, y el montaje de mis sentimientos hacia él era tan superfluo que ya comenzaba a dejar de darle crédito.
Me sentía inútil, poco deseada y, sobre todo, completamente desilusionada.
Entonces, comencé a llevar la situación al extremo.

Jane Baudelaire Donde viven las historias. Descúbrelo ahora