☾apítulo 20

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Volví a casa pasada la noche, caminaba como una completa desbordada, me di cuenta de que había llegado a mi jardín y me tiré, muriéndome de sueño y al mismo tiempo sintiendo todo mi alrededor moverse. Pero es que también sentía todo tan relajante y juro que en mi vida nunca me sentí tan feliz.

Vi alguien pasar por la acera y en mis alucinaciones me imaginé un perro grandote, así que comencé a gatear por el césped y busqué una piedra, creo la encontré y se la lancé, pero en realidad era una botella que se rompió en pedazos al chocar con la acera porque ni siquiera se la lancé a mi objetivo.

—¿Lunita?

Diablos, diablos.

Gateé por el césped para huir a mi casa, pero choqué con unas piernas.

—Ay —me pegué en la cabeza y aun de rodillas, alcé mi cabeza.

—¿Qué haces en el suelo?

—Largo, perro grandote —le siseé y quise seguir gateando, pero volvió a interponerse en mi camino.

—¿Estás... estás ebria?

—Lárgate, Levi. Déjame en paz.

Me tiré al suelo, cerrando los ojos. Él se arrodilló y me jaló, ayudándome a pararme del suelo.

—Y te burlabas de mí.

Se quitó su sudadera y me la puso.

—Vas a morirte de frío.

—Lárgate, no quiero tu sudadera. No quiero nada de ti.

—¿Estás drogada, Lunita?

Hice un puchero y dejé caer mi cabeza en su hombro. Él se congeló, pero no me apartó y me ayudó a meterme a mi casa, papá seguramente dormía y mamá ni estaba.

—¿Qué... haces? —balbucee al ver que me llevaba por las escaleras.

—Te llevo a tu habitación.

Refunfuñé queriendo negarme, pero él no me soltó.

Abrió cuidadosamente la puerta de mi habitación y me metió, llevándome a mi cama, aparté sus brazos de mí y me tiré sintiendo una onda de adrenalina en mi cabeza por la droga que todavía no se marchaba de mi cuerpo.

—¿Te traigo algo? —preguntó.

—Comida. Tengo hambre. Mucha hambre.

—Veré que consigo.

Desapareció y a los minutos regresó con un plato de cereal.

Lo miré con cara de "¿en serio?".

—Lo siento, no sé cocinar... —bajó la cabeza apenado.

Tomé el bol aunque no le comí nada porque vomitaría con la leche.

—¿Quieres hablar de ello?

Negué.

Quiso tocar mi rostro, pero se detuvo y solo bajó la mano, nervioso.

—¿Quieres ir conmigo al techo?

Fruncí las cejas.

No le respondí y le alcé mis brazos.

—¿Puedes cargarme? No quiero caminar.

Mordió su labio evitando sonreír y me cargó, pese a que él estaba demasiado delgado, me llevó al techo de mi casa y nos acostamos ahí, mirando el cielo aborregado.

—Hace una bonita noche —susurró.

Me quedé en silencio, con los ojos medio cerrados.

—No me gusta verte así.

LA LUNA TAMBIÉN LLORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora