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Damien

Hice el último examen (no de la carrera, solo del semestre, por desgracia) el viernes a las tres de la tarde. A las cuatro y media salí con una sonrisa que estaba por darme la vuelta a la cabeza. No me había salido demasiado bien ese último examen, pero no podía estar más feliz de haber acabado por fin esa temporada de exámenes. Había sido más dura que otras por la cantidad de asignaturas que había elegido ese año, pues para acceder al postgrado me sería más sencillo si tenía algunos créditos más.

Ni siquiera pasé por la residencia para dejar mis cosas; fui directamente hacia la calle Brunswick. Al llegar, me sorprendió ver a Michael cerrando el maletero de su coche, el cual tenía aparcado delante de la casa de Olimpia. Me vio acercarme y se irguió, sacando pecho como la primera vez que nos vimos.

―¿Sigues viviendo aquí? ―me preguntó con el ceño fruncido―. Pensé que ya no.

―No vivo aquí, no. Vengo a ver a Olimpia.

Con su ceño aún fruncido, me pegó un repaso de pies a cabeza. Yo, sin mucho más, lo rodeé y abrí la verja de hierro para entrar en la casa.

―¿Estáis juntos o algo?

Me giré y lo miré justo antes de llamar al timbre.

―Ojalá. Pero ten en cuenta que, si se me diera la oportunidad, no la desperdiciaría. No todos somos tan tontos como tú, Michael.

La puerta se abrió y Olimpia apareció con una gran sonrisa. Sin mirar a Michael, me arrastró hacia el interior y cerró la puerta.

―¿Le has llamado tonto a Michael? ―preguntó divertida mientras dejaba mi mochila en el suelo y colgaba mi chaqueta en el perchero.

―Un poco. ¿Me has oído?

―He oído el "no todos somos tan tontos como tú".

«Menos mal», pensé.

―Oh, vaya ―murmuré haciéndole reír.

Pasé mis brazos por sus hombros y la abracé contra mi pecho. Si fuese por mí, la besaría en ese momento durante unas cuantas horas, pero no quería precipitarme. Besé su cabeza, ella acarició mi espalda. Nos separamos y me agarró de la mano para llevarme hacia la cocina.

―Estaba haciendo café. ¿Quieres uno?

―Claro, sí.

―Perfecto...

―¿Qué hacía Michael aquí? ―pregunté curioso―. ¿Te ha hecho o dicho algo?

Me sonrió un poco mientras me soltaba la mano y me apoyé en la barra, dejando que hiciera el café. Ya ni me molesté en decirle que podía hacérmelo yo, porque ya no vivía allí y no tenía derecho alguno. Además, no me dejaría ni que viviera allí aún.

―Ha venido a recoger lo último que le quedaba aquí. Y no me ha hecho nada. Dicho, sí, pero nada nuevo.

―¿Qué te ha dicho? ―Fruncí el ceño.

―Dice que ahora me arreglo más que cuando estábamos juntos. ―Se giró y se señaló―. Voy exactamente igual que siempre.

Y era cierto. Vestía una falda vaquera corta hasta mitad de muslos y un jersey negro ceñido y de cuello medio alto. Igual de preciosa que siempre.

―Se ha dado cuenta de lo que tenía cuando lo ha perdido. Por eso lo he llamado tonto.

Ella me sonrió un poco y siguió haciendo el café. Como ya sabía cómo me gustaba, le echó la leche y las cucharaditas de azúcar que yo siempre le echaba. Me dio la taza, ella tomó la suya y nos fuimos hacia el salón. Allí casi me derretí de la ternura que sentí al ver el gatito gris jugando con una pelotita de ropa en el sofá.

Lo bueno de lo prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora