『 𝙸𝙸 』

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II

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II.

A partir de entonces, nos comportábamos como una extraña manada de hermanos adoptivos.  Organizamos nuestra amistad y nuestra rutina, unidos por el trauma y con el compromiso de cuidar a Sherry.  

El gobierno mantenía a la niña cautiva en una farsa improvisada de orfanato para usar su sangre en investigaciones y para interrogarla una y otra vez por los secretos de sus difuntos padres. La pobre soportaba todo con la esperanza de vernos el fin de semana. 

A Leon y a mí nos habían dejado en paz arguyendo que se estaban haciendo investigaciones, que cuando hiciera falta nos llamarían como testigos. Yo continué buscando a mi hermano y Leon estaba en negociaciones para convertirse en empleado del gobierno. Pero, al igual que Sherry, esperábamos esos fines de semana como se espera el dulce postre luego de una comida amarga. 

Parecía que nos hubiésemos puesto de acuerdo en olvidar lo que pasó. Casi no hablábamos de ello, no compartíamos el dolor ni el miedo, solo contaban el presente y nuestras figuraciones sobre el futuro. Sherry decía que se convertiría en veterinaria, yo quería hacer un voluntariado en África, y a Leon no le importaba que lo pusieran a barrer la Casa Blanca mientras no tuviera que volver a cruzarse con ningún zombi en su vida.

Sobre la asiática misteriosa no hubo más menciones luego de la conversación en el motel, y yo no iba a incomodarlo con preguntas, aunque me asaltaban varias. Por ejemplo, ¿cómo se llamaba? ¿Dónde la había conocido? ¿Dijo algo acerca de la conspiración de la farmacéutica? 

Y quería respuestas, quería todas las respuestas porque, aunque no me quejaba, no me cabía en la cabeza que una masacre de tal magnitud se quedara en la nada. Nadie buscaba a los responsables y nadie daba explicaciones, como si todo lo que había pasado en ese pueblo fuera menos trascendente que un accidente de bicicletas en la carretera. Una espía debía saber más que una universitaria y un policía, y Leon tenía que haber escuchado algo valioso que nos sirviera para exponer lo sucedido.  

Pero él no dijo nada, y con el paso de los días, el asunto me sonó más a una perturbación en la mente de un chico inexperto, que había sufrido demasiado en demasiado poco tiempo. Entonces una nueva teoría en mi cabeza tomó forma diciéndome que él pudo haber alucinado a esa mujer. Que tras recibir la bala, algo se había trastocado en su mente y que lo del beso y la posterior muerte de su musa no fueron más que visiones paliativas para el miedo.

¿Quién podría culparlo? Si decenas de muertos vivientes amenazaran con destrozarte a mordiscos, sería bastante normal refugiarte en tu imaginación para proyectar otras aventuras. Y aun si la mujer existía en verdad, ¿qué caso tenía hablar de ella si estaba muerta? Leon necesitaba cerrar sus heridas, y yo no era nadie para abrirlas. Además parecía que ya había dejado en el pasado aquel romance fugaz, y que las reminiscencias de conmoción en su mirada eran solo vestigios del terror en Raccoon City. Nunca sospeché que su corazón se quemaba incendiado por el beso de aquella mujer enigmática.

𝙴𝚕 𝙸𝚗𝚌𝚎𝚗𝚍𝚒𝚘 𝚚𝚞𝚎 𝙿𝚛𝚘𝚟𝚘𝚌𝚊𝚜𝚝𝚎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora