Prólogo: La caída

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Corrió lo más rápido que pudo, exterminando con el filo negro de su guadaña a los monstruos que le cortaban el paso.

No estaba lejos, ya veía las puertas al final del pasillo, pero la fatiga empezaba a ser más fuerte que la adrenalina. Había recorrido un largo camino para llegar hasta ahí; no le importaban las heridas de su cuerpo ni la vista nublada: tenía que llegar a ellas, tenía que detenerlo. Ahora que estaba sola, toda la carga recaía sobre sus hombros: era la única esperanza de ambos mundos.

Una parte de ella sintió vergüenza. La habían sorprendido en su propio terreno y no solo fue incapaz de verlo venir, sino que ahora guardaba su último aliento para tratar de acabar con él y con todos los que lo seguían. Incluso los leones Fu*, sus más fieles guardianes, la habían abandonado. Aun así, aunque pareciera que todo estaba perdido, tenía algo que proteger y un deber que cumplir. Se lamió las heridas y continuó corriendo, tambaleante, hasta entrar en una gran sala de piedra cobriza y dorada, con altas columnas decoradas con motivos vegetales, calaveras y quimeras que soportaban un techo alto y abovedado en aristas. Un grupo de arpías rascaban la gran puerta de galena y howlita con sus garras, mientras una criatura cuadrúpeda con torso de leopardo y cuello de serpiente se paseaba inquieta frente a ella. Antaño, los serpopardos la habían ayudado: eran compañeros, una simbiosis perfecta en la tierra de las ánimas, pero ahora Naraka había contaminado su mente. No tardó en verla, igual que ella no tardó en apreciar cómo la puerta empezaba a ceder desde dentro, crujiendo con la agonía de los siglos y dejando caer trozos de polvo y pequeños fragmentos de roca con cada esfuerzo.

El serpopardo rugió y se abalanzó sobre ella, que fue incapaz de esquivar por completo el ataque y pagó el precio con su antebrazo izquierdo, arrancado de un solo bocado. Fue rápido, pero ella sintió cómo se desenlazaban y partían sus músculos y huesos, cómo se le rasgaba lentamente la piel hasta dejar un muñón desnudo y ensangrentado. Cegada por el dolor, no vio venir a la arpía que descendió con las garras abiertas y las hundió en su pecho, tirando hacia atrás. La arrastró con ella, batiendo sus enormes alas oscuras, y poco a poco le desprendió la carne del pecho.

Ella gritó.

En un acto desesperado, acumuló la escasa energía que le quedaba para escupir una gran bola de fuego. El plumaje de la criatura estalló en llamas y esta huyó, espantada. Buena parte de esas quemaduras le afectaron también a ella, pero su cuerpo apenas podía sentir más dolor; ya lo había acallado, y caminaba como una muerta en vida, sostenida solo por el mango plateado de la guadaña y su apego a la existencia.

El serpopardo volvió corriendo hacia ella. Le clavó las garras en los hombros y le provocó un gemido de agotamiento y dolor. Usó el mango para mantener las fauces de la bestia a raya, pero la fuerza de la que había gozado su cuerpo la abandonaba a un ritmo vertiginoso, y cada vez estaban más cerca. Los músculos del brazo le ardían por la presión del forcejeo. Las lágrimas escaparon de sus ojos, consciente de que ya había fracasado incluso antes de llegar. Con un último grito y una fuerte patada, lanzó al serpopardo lo más lejos que pudo, apenas dos metros contra una de las columnas. Ella trató de dar un paso al frente, acercarse a la puerta, cada vez más maltrecha, pero se derrumbó con una rodilla en el suelo y apoyó el resto del cuerpo sobre el mango de plata.

La arpía que quedaba en la puerta soltó un chirrido y aleteó con fuerza para alejarse de allí. Las puertas se agrietaron y cayeron como una avalancha. De ellas se escapó un resplandor intenso, una luz cegadora cargada con una energía destructora que rasgó el Velo y lo atravesó.

Indra supo que todo había terminado; estaba demasiado débil como para hacer frente al mal que había sido liberado. Sus ojos no llegaron a cerrarse, y ella desapareció para siempre, dedicando su último pensamiento, la última pizca de su ser, al futuro incierto de sus hijas.

Al otro lado del Orbis Alia, una niña recorría el sendero asfaltado que llevaba a la zona más alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Una luz intensa surgió de la tierra y alcanzó el cielo, igual que un rayo, abriéndolo durante un instante tan ínfimo que nadie pudo apreciarlo. Nadie fue testigo de cómo el equilibrio y el Velo que mantenían el mundo en orden se rasgó. Nadie podía sospechar de qué manera tan sutil el mundo había empezado a cambiar.


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*Leones Fu: Estatuas con forma de león, defensores de la ley y guardianes de los umbrales. Son un símbolo de protección. En el arte chino suelen encontrarse como centinelas pares a las puertas de los edificios.

Portales en la nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora