PRÓLOGO

159 7 3
                                    

Nunca me había parado a pensar en lo mucho que se puede llegar a odiar a alguien a quien amas tan profundamente. Dicen que el amor es como el fuego. Si te niegas a sentirlo, te congelas. Pero si te acercas demasiado, te acabas quemando. Todos creemos que el amor es peligroso, hasta que conocemos el odio. Para mí el amor siempre había sido un arma de doble filo, pero el odio es como agarrarse a un clavo que está ardiendo.

Mi madre siempre me decía que el amor era una fortaleza, no una debilidad. Siempre y cuando éste sea correspondido. Cuando no es así, aparece el odio. A pesar de sus muchos argumentos, jamás la creí. Desde mi punto de vista el amor y el odio eran dos realidades completamente opuestas, incapaces de fundirse y complementarse en una sola. Algo así como el agua y el aceite o el cielo y el infierno.

Hasta que lo conocí a él.

Septiembre de 2013. Guadarrama. Un año antes...

―¡Eres un asesino! ―le grité. Sin embargo, mis palabras no parecieron afectarle. Se giró para mirarme y me sonrió descaradamente. Le escupí en la cara casi por instinto―. Me das asco.

Su semblante cambió repentinamente mientras se limpiaba la mejilla izquierda. Sus pómulos se tensaron, al igual que sus manos sobre el volante. Volvió la vista al frente y sus labios formaron una línea recta. Sin previo aviso, Raúl pisó el acelerador y una sensación de alerta me recorrió por todo el cuerpo. Aterrada, clavé la mirada en la aguja ascendente de la velocidad.

―¡Raúl! ¿Qué haces? ―le exigí a grito pelado pero él no me contestó; parecía inmerso en su mundo de locura―. ¡Raúl, baja la velocidad! ¡Me estás asustando!

―Nunca me querrás... ―se lamentó. Tenía la mirada perdida en algún punto de la carretera.

―Oh, dios mío, ¿te has vuelto loco? ¡Raúl, frena ahora mismo! ―le chillé, pero ni siquiera mi miedo consiguió aplacar su ira.

Me acerqué a la ventanilla y me quedé pasmada. Íbamos tan rápido que las matrículas de los otros coches eran tan sólo números y letras borrosos.

«Nos vamos a matar» —me repetía una voz de alarma en mi cabeza.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y me volví hacia él en busca de un atisbo de lucidez.

—Raúl, te prometo que hablaremos de esto en un lugar más tranquilo. Pero, por favor, ¡para el coche!

―Nunca serás mía ―continuó él con voz áspera, clavando en mí sus ojos grises. De repente, me pareció la mirada de un loco, un brillo perturbado se abría paso entre sus oscuras y dilatadas pupilas. Tuve miedo y sentí auténtico pavor ante aquella ausencia de humanidad en él―. Pero tampoco serás de nadie más ―añadió, curvando sus labios en una delirante sonrisa. Acto seguido, me atravesó con una mirada gélida y por un momento creí que me estaba quedando sin oxígeno. Había tanta maldad en esos ojos que podrían haberme matado con tan solo una mirada. Y tal vez fuera eso lo que pretendía.

Para cuando quise reaccionar, ya era demasiado tarde. Quise gritar, pero no me salió la voz. Quise abrir la puerta del copiloto y saltar del coche, pero estaba paralizada. El ruido de un claxon retumbó en mis oídos y un fuerte resplandor me cegó por un instante.

Los siguientes minutos fueron muy confusos. Un primer frenazo hizo que me golpeara la cabeza contra el cristal. Inmediatamente, un chorro de sangre resbaló por mi frente y recorrió mis mejillas, apelmazando mis pestañas. Apenas podía abrir los ojos, y cuando lo hice, fue para ver cómo una furgoneta se nos echaba encima.

El coche rodó sobre sí mismo como una peonza hacia el lado derecho de la carretera y atravesamos el quitamiedos. Rodamos ladera abajo, golpeando contra todo lo que se interponía a nuestro paso. Después de unas cuantas vueltas de campana, salí disparada de mi asiento y atravesé el cristal delantero, para aterrizar dos segundos después contra el suelo. Podía sentir un dolor agudo en la sien, mientras los cristales, hechos añicos, se me clavaban en la pierna como pequeñas cuchillas. Mi camiseta rasgada caía por mi hombro y dejaba una parte de él al descubierto. Una sucesiva cadena de pinchazos recorrió cada una de las vértebras de mi columna, inmovilizándome por completo. Noté algo duro en mi espalda y palpé con mis manos la superficie. Eran las vías de un tren. Inmediatamente saltó una voz de alarma en mi interior que me gritaba que saliera de allí. Intenté levantarme pero mi pierna no me respondía; era como si alguien la hubiera recubierto con cemento. Traté de taponar la herida de mi muslo con las manos, pero aquel líquido oscuro seguía impregnándolo todo. Había tanta sangre que era imposible saber si se trataba de una herida profunda o superficial. Después de realizar varios intentos inútiles por levantarme, me rendí y dejé que el cansancio me venciera.

El calor del hierro incandescente de las vías del tren se filtraba a través de mi ropa y abrasaba cada milímetro de mi ser. Un charco de sangre bañaba mi cabello castaño y teñía de rojo escarlata la tierra de aquel árido paisaje serrano.

Lancé una mirada hacia el cielo y un potente rayo de sol atravesó mi pupila. Estábamos a mediados de agosto, pero el sol seguía brillando con tanta intensidad como al principio de verano.

El olor a sangre y a piel quemada era insoportable. Me sentía mareada y nauseabunda, y unas terribles arcadas amenazaron con vaciar mi estómago. Sentía la garganta seca y el pecho me ardía con cada bocanada de aire.

Dicen que, cuando estas a punto de morir, ves pasar tu vida por delante. Algunos presencian su vida entera, como en un pequeño resumen; otros, se detienen en los momentos más felices de su infancia y se recrean en todas aquellas pequeñas cosas que jamás supieron apreciar. Pero yo solo veía cómo mi último halo de vida se me escapaba de entre los dedos lánguidamente. Mi único deseo era perder la conciencia para terminar con este sufrimiento, en la impaciente espera a que la Muerte me arrebatara la vida de la que tan injustamente me privaba.

En el momento más inesperado, un nombre se escapó de entre mis labios: Damián. No supe muy bien por qué, pero una parte de mí anhelaba despedirse de él, despedirse del que se había apropiado para siempre de un pedacito de mí. Fue entonces cuando supe que, a pesar de todos los hombres que habían pasado por mi vida después de él, todavía le quería. Nunca fui capaz de olvidarle y ahora estaba segura de que nunca podría hacerlo. Tenía la certeza de que ni siquiera la Muerte sería capaz de apartarme de él, pues una parte de mí siempre le pertenecería.

De pronto, una sensación de ahogo me nubló la vista y perdí la noción del tiempo y del espacio a mi alrededor. Me sentía como una delicada pluma suspendida en medio del vacío, cayendo perezosamente hacia ninguna parte, como cuando la última gota del rocío se desliza por el pétalo de la flor justo antes del alba. Estaba atascada, a mitad de camino entre la vida y la muerte.

Aun así, pude percibir el ruido de una locomotora a pocos metros de mí, así como la presencia de unas nubles negras que surcaban el cielo y cubrían el sol con su fúnebre manto.

Y después, todo se apagó.

@KatiaBlueSky 

Espero que disfruteis con la historia, y por favor no os olvidéis de VOTAR y dejar vuestros comentarios.


AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora