CAPÍTULO 8: RECUERDOS AMARGOS

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Agosto de 2013. Guadarrama. Un año antes...

El resto del día transcurrió sin grandes sobresaltos. Si no llegamos a enterarnos de que un incendio arrasaba medio bosque a pocos kilómetros de nosotros, tal vez hasta habría sido un día corriente. Sin embargo, este año no era como los anteriores. Se había perdido la magia de aquel lugar o tal vez éramos nosotros los que habíamos perdido esa emoción ante la aventura.

En aquellos momentos mi mente solía escabullirse hacia ese lugar tan alejado al que nadie más podía acceder: mi imaginación. Siempre he considerado que es el método más efectivo para olvidarse de las penas y zambullirse en un lugar donde los problemas dejan de serlo, porque simplemente no existen.

En esta ocasión, mis pensamientos iban dirigidos a Raúl. Hacía un año que había desaparecido de mi vida y sin embargo seguía sintiendo aquel dolor en el pecho. Él habría sido el único capaz de ayudarme a superar la ruptura con Damián, pero se había marchado de mi vida tan súbitamente como había llegado a ella. De un momento al otro, les había perdido a los dos a la vez y eso había precipitado que el último año de mi vida se convirtiera en un caos descontrolado. A mis amigas nunca les había gustado. Maira y Rebeca decían que no era de fiar, que era un tipo peligroso. Y, en cierto modo, tenían razón: su mala fama le precedía. Todo el mundo conocía a Raúl, ese joven encantador de veintitrés años con fama de mujeriego, cabello castaño e increíbles ojos grises. Por todo el pueblo corrían rumores sobre todas las mujeres a las que había desvirgado en su cama, en su coche, en los baños de la piscina municipal... Al parecer, siempre andaba metido en disputas callejeras y en líos de toda clase, incluso con la policía.

Al principio, me dejé llevar por esa desconfianza que me habían impuesto mis propios prejuicios, pero después descubrí que no era tan malo como pretendía aparentar. Llegué a la conclusión de que sólo se trataba de una máscara que él mismo se había impuesto para hacerse respetar. Terminé creyendo en él y en que podría cambiar su parte más promiscua. Llegué a tragarme esa estúpida fantasía de que yo sería la mujer que lo convertiría en una persona nueva, aun después de todas las incautas que habían pasado por su cama. Pero no se puede cambiar a alguien que prefiere permanecer estático.

Todo iba bien. Él era correcto conmigo, de hecho, jamás llegó a tocarme. Me hacía reír y las horas junto a él se me pasaban volando. Todo comenzó como una historia que no tenía futuro, como el típico cliché del tío malote y la chica tímida e ingenua que jamás llegarían a ninguna parte. Cuando le conocí, yo sólo era una niña de catorce años que no sabía nada de la vida, principalmente que no siempre se puede confiar ciegamente en los demás. Después de dos años manteniendo una relación a medio camino entre la amistad y algo más, estaba segura de que no había caído en su juego, de que no era una más. Hasta aquella noche. Él actuaba de una manera muy extraña, como si estuviera huyendo de algo o de alguien. Me confesó que me amaba y yo le creí.

Y después, desapareció sin dejar rastro.

Septiembre del 2012. Guadarrama. 11 meses antes...

Era noche cerrada y yo volvía a casa. Las calles estaban desiertas y las tenues luces de las farolas apenas iluminaban dos palmos más allá de mí, cuando llegué hasta aquel parque. Un laberinto de arbustos señalaba un estrecho y sinuoso camino de tierra. En el centro, donde todos ellos se juntaban, se encontraba aquella fuente. La estatua de un niño, con su rostro angelical esculpido cuidadosamente en mármol, se alzaba en lo alto de esta.

Me senté en uno de los bancos de piedra y me quedé con la mirada perdida en el cielo. La luna llena iluminaba el cielo con una luz blanquecina que me impedía ver las estrellas. Damián se había marchado a Santander hacía un mes y me había partido el corazón. Estaba segura de que sólo me había utilizado, de que este verano conmigo solo había sido un juego para él, y su silencio era la prueba de ello. Necesitaba ver a Raúl, contarle cómo me sentía, desahogarme. Él siempre me entendía. Estaba tan sumida en mis pensamientos que ni siquiera escuché sus pasos cuando se plantó detrás de mí y me tapó los ojos con las manos.

AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora