CAPÍTULO 10: CORAZONES ROTOS

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Agosto de 2013. Guadarrama. Un año antes...

Después de un agotador día, en el que mi cabeza iba a estallar de tanto pensar, llegamos a casa. Habían montado una feria en el pueblo y, como no, los chicos no estaban dispuestos a ir. Al parecer, les apetecía mucho más quedarse tirados en un parque haciendo gamberradas.

Damián, al ser el hermano mayor de Mati, tenía una fuerte influencia sobre ella. Él siempre fue el hijo responsable y predilecto de la familia. Era correcto, buen estudiante y muy dispuesto a la hora de ayudar en las tareas domésticas. Me pregunté qué pensarían Soledad y Martín si supieran que su querido e inocente hijo, el adorado primogénito de la familia Méndez, me metió en su cama en cuanto ellos salieron por la puerta. Por consiguiente, Mati jamás hacía nada que pudiera incomodar a Darío, y su querido novio era, a su vez, el perro fiel e incondicional de Jairo. Este, tal vez por su condición de ex despechado, nunca estaba de acuerdo con ningún plan que fuera propuesto por mí, y comenzaba a pensar que llevarme la contraria era uno de sus pasatiempos favoritos. Respecto a Maira... ella era la típica niña dulce, tímida y con una pequeña sobredosis de inocencia e ingenuidad. En resumidas cuentas, un bombón de niña, una muñeca esculpida en la más delicada porcelana pero que jamás alzaría la voz más alto que los demás. Kiko era como una veleta, su carácter voluble e interesado hacía que siempre se posicionara hacia el lado al que soplara más el viento. Jordi era mi mejor amigo y sabía que defenderme le había llevado en más de una ocasión a ser considerado el eslabón débil del grupo. No podía pedirle que se enfrentara a todo el mundo para que mi opinión fuera respetada; bastante tenía ya con ser objeto de burlas. Vivía un tanto acomplejado por su aspecto físico y por una prominente nariz que, según él, espantaba a cualquier mujer que osara pretenderle. Aunque yo estaba convencida de que aún no había llegado a su vida la mujer que supiera valorar todas sus virtudes.

En ese mismo instante entraba yo en escena, buscando ayuda y apoyo moral en Samira y Rebeca, pero ambas solían pasarse casi todo el verano viajando de un lado para el otro. Rebeca, recorriendo Europa y amortizando los ingresos de su familia; y Samira, pasando largas estancias con sus padres en el país que cada día se arraigaba más en ella: Marruecos.

Conclusión: no podía contar con nadie que inclinara la balanza a mi favor.

Era tarde; el sol se ponía en el horizonte a nuestras espaldas y proyectaba una luz anaranjada sobre nuestros cansados rostros. Nadie abrió la boca en todo el camino. Éramos como un gran grupo de zombis viandantes que recorrían las calles con expresión anodina. Después de un día entero de excursión a la montaña, sería más fácil que nadie pusiera pegas a mi plan.

―Dicen por ahí que han traído la feria ―comenté como si la cosa no fuera conmigo.

―Y también dicen que si vas a romper silencio, lo hagas para decir algo que merezca la pena ―me espetó Jairo sin contemplaciones. Había demasiado odio y desprecio en sus palabras.

Me volví y le miré con inquina.

―¿Se puede saber qué te he hecho yo ahora? ―le exigí agarrándole del hombro por detrás para detenerle―. ¿Por qué me tratas así?

―¿Que qué has hecho ahora? ¡Qué rápido te olvidas del pasado!

Me sostuvo la mirada y durante un breve instante me vi engullida por sus fieros y tenaces ojos color miel. De pronto, me apartó de un empujón como si yo fuera una molesta piedra en la suela de su zapato.

―A ver, ¿alguien quiere ir a esa maldita feria? ―preguntó Jairo dirigiéndose al resto del grupo.

―Ni de coña. Eso es para críos ―comentó Darío. Después se volvió hacia mí y me miró como si toda yo fuera un chiste gracioso―. ¿Qué tienes, doce años?

AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora