CAPÍTULO 4: EMPEZAR DE CERO

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Septiembre de 2014. Madrid. En la actualidad...

Me desperté en una cama que no era la mía. Las sabanas eran blancas y su tacto un tanto áspero. Percibí un olor salado y algo nauseabundo. Levanté mi brazo derecho para apartarme el cabello de la cara y sentí un pinchazo en el hombro. Entonces me percaté de las vendas de mi brazo y mi muslo derecho. Ese escozor en las muñecas me hizo darme cuenta de que me habían puesto las vías, incluso antes de mirar el monitor de mi lado izquierdo, que controlaba mis aceleradas pulsaciones.

De repente, las imágenes de aquella tarde me invadieron. Lo último que recordaba eran los cadáveres de toda mi familia y el coche cubierto de llamas, mientras me asfixiaba por el humo.

―¿Se puede? ―preguntó una voz masculina al otro lado de la puerta.

―Creo que sí ―respondí, no muy convencida.

―Te has pegado una buena siesta, ¿eh? ―bromeó la voz. Escuché la puerta cerrarse tras de sí. Probablemente, aquel hombre trataba de hacerme reír con toda su buena intención, pero yo no estaba para bromas en ese momento. Además, partiendo de la base de que casi todo mi cuerpo se encontraba inmovilizado con vendas y tubos, estaba convencida de que soltar una carcajada sería hasta doloroso.

Cuando al fin se situó a los pies de mi cama y supe casi al instante por qué me resultaba familiar aquel cabello rizado. Tuve que reprimir una carcajada escéptica.

―Volvemos a vernos, señorita ―celebró él con una amplia sonrisa. Empezaba a preocuparme por el exagerado optimismo con que recibía todas mis desgracias―. ¿Cómo te encuentras, Amanda?

Miré al doctor Segura a los ojos. Conocía aquella mirada. Me estaba ocultando algo. Una sola idea se repetía en mi cabeza: «Están muertos. Están todos muertos».

―¿Amanda? ―inquirió el doctor tratando de traerme de vuelta a la realidad.

―Perdón. No se preocupe, yo estoy bien ―le respondí casi instintivamente―. Pero, ¿y mis...?

No me atreví a decirlo, pero el doctor supo a qué me refería. Inmediatamente su expresión cambió y su mirada se ensombreció. Me temí lo peor.

―Voy a ser directo, Amanda ―su expresión se tornó seria―. Tus padres y tu hermano pequeño han fallecido.

Se hizo un silencio sepulcral. Fue cómo si me estamparan la cara contra un muro de hormigón. Imaginar que tus padres y tu hermano pequeño podrían estar muertos era muy diferente a tener la certeza de que jamás volverías a verlos. Durante los próximos segundos traté de amueblar mi cabeza con los nombres de la lista negra de mi vida. La lista de todas las muertes que se sucedían a mi alrededor.

―Llegamos demasiado tarde. No pudimos hacer nada por ellos ―continuó diciendo el doctor Segura.

"Llegamos demasiado tarde" era como el típico cliché de cualquier película americana. Desde aquel día las odiaba. Sentía que estaba inmersa en una de ellas, pero la mía siempre acababa con muerte y dolor.

«Están todos muertos» —pensé. Cuando mis amigos me dieron la espalda con la muerte de Jaime, pensé que estaba sola. Sin embargo, ahora comprendía lo que era realmente la soledad. Mis padres y mi hermano eran mi única familia; no tenía a nadie más en el mundo. Y ahora los tres estaban muertos.

Sentí que me mareaba y entonces todo empezó a darme vueltas. Era demasiado; no podía aguantar más dolor. Había tantas muertes a mi alrededor que empezaba a pensar que tenía alguna especie de maldición. Mientras tanto, una pregunta atenazaba mis pensamientos con fuerza: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Empezaron a escocerme los ojos y supe que estaba a punto de llorar. No, ahora no, no podía dejarme doblegar por el dolor. Justo entonces escuché la voz de mi padre resonando en mi cabeza: «Llorar es de débiles». Desde que tenía ocho años, me había gritado aquellas cuatro palabras cada vez que me pillaba llorando, como si así fuera a hacer desaparecer el dolor. Nunca comprendí cómo mi padre no era capaz de consolar a su propia hija. Habría bastado con un abrazo o un "estoy aquí contigo". Así que, en uno de mis inútiles intentos por hacer que se sintiera orgulloso de mí, había aprendido a contener las lágrimas en los momentos en los que más necesitaba derramarlas. Y, ¿para qué? Llevaba toda la vida conteniendo mis emociones, tratando de convertirme en alguien a quien mi padre admirara. Y todo para nada. Ahora él estaba muerto y lo único que tenía era un cúmulo de emociones atascadas en lo más profundo de mi corazón.

AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora