CAPÍTULO 17: NEGOCIOS SUCIOS

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Septiembre de 2014. Torrelavega. En la actualidad...

Me desperté por el reflejo de luz que se colaba por uno de los resquicios de la persiana.

Al principio me sentí un poco aturdida, la cabeza me daba vueltas y llegué a pensar por un segundo que estaba en mi casa después de una noche loca y una buena cogorza. Pero solo me hizo falta un parpadeo para darme cuenta de que no solo no era mi casa, sino que tampoco era mi ciudad, ni mi cuarto, ni mis sábanas, ni mi cama, ni esos brazos que me rodeaban eran los míos...

«Espera un momento, ¿de quién es la respiración que siento en la nuca?» ―Pensé mientras una rabia por dentro y llenaba de color mis mejillas―. «Debí habérmelo esperado de él.

Entonces uno de sus brazos se apartó y me sentí aliviada al pensar que se alejaría de mí. Pero en lugar de eso, llevó sus dedos hasta alcanzar la parte de mi cadera que quedaba al descubierto de mi camiseta.

Un momento. Era imposible que llevara puesta mi ropa porque se empapó por la tormenta de ayer. Empecé a recordar todo lo ocurrido la pasada noche y fue entonces cuando caí en la cuenta de que me había acostado con la toalla de baño enrollada en mi cuerpo.

Sentí sus cálidos dedos recorrer mi cadera de arriba a abajo y un escalofrío me invadió por entera. Bajé la mirada hacia mi cintura y lo que vi, me horrorizó. Estaba desnuda, tapada ligeramente con una fina sabana de cintura para abajo. Sentí el áspero tacto de la toalla bajo mi cuerpo y lo comprendí todo. Debía de haberse desenrollado mientras dormía. Un pánico se apoderó de mí y, acto seguido, mis mejillas adquirieron un tono rosado.

«Mierda, por favor, que esté dormido, que esté dormido... Que no haya visto nada...» ―pensé mientras giraba la cabeza. De repente, unos ojos tremendamente verdes me sobresaltaron.

Pegué un brinco al tiempo que gritaba de pánico, con tan mala suerte que me encontraba en el borde de la cama y caí rodando al suelo, dejando atrás la sabana y lo que quedaba de mi toalla. Me di un buen golpe en la cabeza y maldecí para mis adentros por esa inoportuna torpeza mía. No me lo podía creer. La situación no podía ser más surrealista. Había caído de la cama de la forma más desastrosa posible y ahora estaba ahí tirada, en una postura ridícula, desnuda, con un tío insoportable riéndose de mí a carcajada limpia y con mi orgullo por los suelos. ¿Podía pasarme algo más? Ah sí, darme cuenta de que el individuo de arriba no solo se mofaba de mí, sino que se dedicaba a juguetear con mi ropa interior en lugar de intentar ayudarme.

—Sé que no tengo la cara de recién levantado más bonita del mundo, pero tampoco hace falta que te escondas debajo de la cama ―comentó con sorna sin parar de reír.

—No, para dejar de ver tu cara tendría que arrancarme los ojos. Y créeme, no voy a darte ese gusto ―refunfuñé desde el suelo―. Por cierto, ya sé que no has visto muchas en tu vida pero, ¿podrías dejarlas donde estaban? ―le pedí, refiriéndome a mis bragas, con las cuales parecía estar bastante entretenido. Aunque sabía perfectamente lo que estaba mirando y, cuando vi aquella sonrisa maliciosa en mis labios, quise que me tragara la tierra.

—¿Y esto? —se burló señalando el dibujo de la Sirenita que había en mis braguitas—. Has debido tener una infancia muy traumática si sigues llevando a las princesas Disney en tu ropa interior.

Me puse roja como un tomate y creí que iba a morirme de la vergüenza.

Vale, sí, tenía diecisiete años y llevaba unas braguitas de la Sirenita. ¿Y qué?

—¿Te digo yo de qué color tienes que llevar los calzoncillos? —le espeté a la defensiva.

—Tranquila, sirenita ―dijo levantando las manos y haciéndose el inocente—. No hace falta que te enfades y me pegues con tu colita

AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora