CAPÍTULO 19: EL SEÑOR "DON LIMPIO"

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Septiembre de 2014. Torrelavega. En la actualidad...

―Ya hemos llegado ―anunció y me bajó. Cuando mis pies tocaron el suelo, eché un vistazo al lugar donde nos encontrábamos.

Era un callejón de aproximadamente un metro de ancho. Pensé en la posibilidad de situarme en el medio del callejón, extender los brazos y apoyar ambas manos en las respectivas paredes. Pero la visión de mí misma haciendo el payaso ―imitando a alguna especie de superhéroe, que sujetaba las paredes con su fuerza bruta― no me pareció demasiado acertada dada la situación.

Rechacé la idea inmediatamente y me dije a mí misma que habría otra ocasión para cumplir mis secretos deseos. Desvié la mirada hacia las paredes color ceniza, oscurecidas en algunas partes por una sustancia viscosa que preferí no identificar. Un poco más allá, una pared adosada a una verja de viejo metal oxidado nos impedía el paso. Junto a ella, se amontonaban bolsas de basura y el olor a podrido era casi insoportable.

―Hemos llegado... ―dije con una mueca de asco―. ¿...a dónde exactamente?

―Aquí vive el tío que va a salvar tu precioso culo ―respondió con desgana―. Así que intenta ser amable con él.

―Define amable ―protesté. Aunque en realidad podía imaginarme todas las acepciones posibles de dicha palabra y ninguna de ellas parecía atraerme demasiado.

«No pienso prostituirme» ―estuve a punto de decir.

―¿Ves? Por eso calladita estás más guapa ―su voz sonaba demasiado hastiada como para replicar. Era evidente que no le gustaba pedir favores a nadie y en este caso no le quedaba más remedio.

Sin mediar palabra, empujó la verja de hierro y nos adentramos en el país de la basura. Llegamos hasta una puerta de acero, igual de mugrienta que todo lo que la rodeaba, y Gonzalo dio dos pequeños toques y luego otro más largo.

«¿Y este quién se cree que es? ¿Sherlock Holmes?».

Misteriosamente ―y acallando mi voz interior― se escucharon unos pasos tras la puerta y, un par de segundos después, deslizaron el cerrojo con un movimiento fuerte y seco. Las bisagras chirriaron con un estridente sonido y entonces la puerta se entreabrió, dejando al descubierto a un delgaducho joven de no más de veinte años. Aunque, analizando su demacrado aspecto, parecían haber sido los peores veinte años de su vida.

Tenía un piercing en la oreja izquierda —como el de Gonzalo— y otro sobre su ceja derecha. Me pregunté qué necesidad tendría esa gente de agujerearse la cara.

—¡Gonchi! ¡Cuánto tiempo, tío! ―saludó dirigiéndose a Gonzalo, quien parecía claramente asqueado.

«¿Gonchi? ¿Qué clase de mote es ese?».

Lo cierto es que no me extrañaba la expresión de Gonzalo. Lo que me sorprendía era que, conociendo su escasa paciencia, aún no le hubiera partido la cara a aquel sujeto por pisotear su orgullo de esa manera.

El susodicho se acercó a él y lo abrazó. Gonzalo se volvió y le devolvió el saludo con un par de puñetazos "cariñosos" en el hombro.

—¿Qué te trae por aquí?

—Necesito un coche ―le pidió sin titubear.

La cara de su amigo cambió de súbito y frunció el ceño.

—Eh, tío. Ya sabes que yo no...

—Venga Jota, sé perfectamente que sigues metido hasta el cuello en ese negocio sucio.

AL LÍMITE DE LA VERDAD. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora