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Luego de salir de la sala de baño, Kayn rodeó su cuerpo con una túnica y se encaminó hacia su habitación. Sus pies descalzos parecían vacilar ante cada paso, como si el suelo se volviera inestable con cada pisada, pero estaba consciente de que aquello sólo era un producto de su mente jugándole una mala pasada. Y tal como si se tratase de alguna prueba incriminatoria que debía esconder, en su mano llevaba el pequeño recipiente, ahora vacío.

Su cabello húmedo era lo único que distaba de la temperatura de su cuerpo, aún cálida, pues parecía que aquel líquido espeso continuaba ardiendo sobre su piel. Esa extraña sensación no se iba, y Kayn dejó escapar un resoplido, exhausto, barajando la idea de salir del templo a dar un paseo para lograr quitarse el maldito calor de una vez.

Porque si seguía así, definitivamente su cuerpo no podría sobrellevarlo.

Dando pasos lentos e inconstantes, comprobó la solitaria noche a través de una de las ventanillas del templo y finalmente se decidió a salir. Al menos eso tenía en mente, pero luego de llegar a su alcoba mientras peinaba su cabello, de pronto los sentidos le comenzaron a fallar, y sin percatarse de cómo ni de cuándo, sus piernas se sintieron pesadas. Kayn no lo notó, pero su respiración, antes agitada, fue volviéndose paulatinamente calma, y cayó dormido sobre el edredón de su cama, quedando sumido en un largo sueño del cual no sería sencillo despertar.

Ni siquiera los rayos del sol colándose a través de su ventana, golpeteando apenas su rostro, pudieron despertarle. Tampoco el típico ajetreo de la tarde. Las leves corrientes de aire que entraban a su habitación movían con cuidado su cabello, mientras él permanecía profundamente dormido.

En la Orden no había ninguna lista establecida de tareas diarias a realizar, simplemente cumplían con lo que se les encomendaba, pero cada quien tenía la libertad de emplear su tiempo como quisiera mientras no exista un evento de suma importancia al que atender. Es por ese motivo que nadie notó ni le importó su ausencia en todo el día.

Zed, por otro lado, tenía sus propios problemas. No tenía el tiempo ni las energías para preocuparse de lo que Shieda Kayn hacía o deshacía en su tiempo libre. De hecho, intentaba mantenerse alejado de éste para así evitar involucrarlo, así que no encontrarse con su joven pupilo durante el día parecía bastante oportuno.

Pero las horas seguían pasando. Sin prisa, sin pausa.

Y Shieda Kayn jamás había dormido tan plácidamente.



Cuando él fue abriendo sus ojos de a poco, su recámara estaba sumida en la calidez del atardecer. Probablemente la hora dorada. Kayn pestañeó varias veces, y pareció seriamente desorientado por unos segundos mientras comenzaba a incorporarse.

Miró alrededor, y cuando cayó en cuenta de la toalla de baño a un costado de su cama, su memoria comenzó a aclararse, recordando vagamente los eventos de la madrugada. Al momento en que tocó el suelo con los pies, sintió sus dedos acalambrarse, pero sólo fue un ligero cosquilleo. En realidad, se sentía muy bien. Como si hubiese tenido el mejor descanso de todos.

Se frotó los ojos y caminó hacia la ventana. El cielo comenzaba lentamente a perder su tonalidad anaranjada al ir oscureciéndose. Kayn se rascó la nuca; no necesitó mirar su reloj de bolsillo, pues era evidente que la tarde ya se acababa. Le sorprendió el hecho de haber dormido casi diecisiete horas.

Se quitó la túnica y se puso algo de ropa, lo primero que encontró a la mano. Y luego de refrescarse con un poco de agua en el salón de baño, bajó las escaleras rocosas del templo.

Buscó a Zed, más por el hábito de hacerlo que por otra cosa, pero no pudo encontrarlo. Luego de mirar el salón de su maestro, le restó importancia, pues si bien tenía algo de curiosidad por saber en qué estaba su maestro, en realidad le apetecía más encontrarse con otra persona.

Matices de Rojo | Jhin x KaynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora