Capítulo siete - No hay forma de pisar el pasado

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Eric Schultz caminaba de la mano junto a su pequeña hija, quien sonreía de lo más contenta mientras comía un helado. El sonido de las gaviotas y la arena tibia en la planta de los pies le hacía cosquilla en la piel. Semine observaba a su padre, las arrugas en sus ojos avellanas, las entradas marcadas en el cabello y el corte en el mentón que seguro se había hecho al rasurarse, se grababan en su cabeza. Era la manera en la que lo recordaba, estar junto a él de nuevo como si nunca se hubiese ido hizo que Semine sintiera un nudo en la garganta.

De repente, Eric bajó la mirada hacia ella y sonrió.

—Te amo, hija.

Semine abrió los ojos encontrándose con la realidad. Una lágrima se resbaló por su rostro; hacia tanto tiempo en que no despertaba con aquella horrible sensación de querer seguir durmiendo para siempre. Al menos en sus sueños estaba en paz, se preguntaba en lo más profundo de su ser si su padre llegó a sentirse de la misma forma.

Si había algo que deseaba es que todo se tratara de un sueño, su madre jamás la golpeo ni dijo esas palabras hirientes. Lamentablemente Semine sabía que nada de eso había sido a causa de un sueño, lo había vivido por intentar ser valiente ¿Acaso la vida era como aquel refrán? "El cementerio está lleno de valientes".

Se levantó de la cama y caminó al baño. Ahí se vio frente al espejo. Tenía las ojeras marcadas y el rostro cansado. Decidió hacer la vista gorda, ignorarlo era más fácil, fue entonces cuando vio una marca larga y roja en su cuello, seguramente mientras su madre la golpeaba uno de los correazos aterrizó ahí. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, se despojó de sus ropas encontrándose con más golpes, tenía las piernas cubiertas de marcas que seguramente se pondrían moradas con el tiempo.

Cuando salió de la ducha se colocó unos pantalones largos para cubrir la evidencia de la paliza que antes había recibido, además, un suéter cuello de tortuga mantenía en secreto el golpe en su cuello y las marcas en sus brazos. Fue entonces cuando bajó al comedor encontrándose con su madre, quien tomaba una taza de café.

—Buen día, madre —susurró.

La mujer la observó y sonrió.

—Buen día, Semine. Es bueno que te hayas puesto ropa cubierta, me daría vergüenza que el padre Otto viera tus golpes, tener que dejar que el mundo se entere de tu embarazosa situación no va con nosotras.

Esa misma mañana las dos se dirigieron a la iglesia en donde Otto Dutschke las recibió. El hombre les dio paso a la iglesia con una sonrisa en el rostro, luego, observó a Semine quien llevaba la mirada en el suelo. Se había sentido algo decepcionado al enterarse de las mentiras que había dicho, pero esperaba y tuviera una razón, después de todo, se trataba de una adolescente.

Semine y Otto se dirigieron al confesonario. La chica suspiró y cerró los ojos.

—Perdóneme, padre, porque he pecado —. Se persignó.

Padre Otto escuchaba atentamente las palabras de Semine, sintiendo el peso de la confesión en el ambiente. Sabía que cada uno de nosotros era propenso a cometer errores, especialmente en la adolescencia, cuando la búsqueda de identidad y la rebeldía a veces nos llevan por caminos equivocados.

Con voz suave pero firme, el padre Otto respondió:

—Hija mía, el perdón divino siempre está disponible para aquellos que sinceramente buscan reconciliarse con Dios. Te escucho con compasión y estoy aquí para guiarte en tu camino hacia la redención.

Semine inhaló profundamente antes de continuar:

—Padre, he desobedecido a mi madre y he viajado a Múnich sin su consentimiento. Mentí y oculté mis acciones, causando preocupación y dolor a mi familia. Me siento arrepentida por haber quebrantado los mandamientos y haber fallado en honrar a mis padres.

Alguien como Semine (Versión 2022)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora