Capítulo uno

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Dieciséis años de arrepentimiento

Empezó en invierno, cuando Naomi y yo nos sentamos en la biblioteca.

—Vaya —dijo ella, impresionada al verme escribir—, tus ojos de verdad brillan cuando te concentras.

Asentí sin prestarle atención.

—Ya.

—Más tarde tienes que explicarme cómo lo resolviste.

Observó mi cuaderno: garabatos de estrellas y corazones en los extremos de la hoja, y ecuaciones matemáticas en el centro, ejercicios que se complicaban con la inclusión de letras.

—¿Por qué no sólo lo copias? —le dije, alzando la mirada hacia sus ojos avellanas, dándole una advertencia de que no me apetecía aclarar mis escritos—. No tengo problemas con eso, y tampoco me importa.

Naomi se encogió de hombros. El uniforme azul marino de la escuela le lucía sublime, al contrario de mí. Agitó su rubio y listo cabello por detrás del bléiser y s:uspiró para decir:

—Es que la profesora Celia siempre me pregunta de cómo llegué al resultado, o si es que puedo explicarle enfrente de todos en la pizarra y... ¡Arggg, de sólo pensarlo me pongo nerviosa! Espero que no venga a clases... ¡Oh, dios! Ahí está.

Se congeló, con los brazos firmemente apegados a su cuerpo, mirando la mesa con repentino interés. Movía las piernas, un gesto nervioso que ambas compartíamos.

La profesora Celia era la profesora de matemáticas que se encargaba de impartir clases a los de primer y segundo año de la escuela Callum Taylor, y tenía la fascinación de mostrarse muy risueña —extremadamente— en sus sesiones, como si fuera una amiga más, y ser una tirana al querer que sus estudiantes aplicaran lo aprendido mediante humillación. Justamente había pasado por la biblioteca —como si acabáramos de invocarla— y plantó conversación con la encargada, mostrándose muy juguetona y extrovertida. Era rechoncha y de baja estatura, lucía un corte de melena de león, usualmente llevaba gafas que afilaban aún más su malvada mirada y se paseaba por el salón para escoger con su grueso dedo el próximo en subir a su sentencia de muerte: salir a la pizarra a resolver ejercicios matemáticos. Todos estaba bien, siempre y cuando supieras la respuesta, y si no... netamente sufrirías una gran vejación.

Recordaba que una vez había terminado de esa manera, ridiculizada frente a todos, y deseé que mis manos se transformaran en palas para hacer un agujero en el suelo y esconderme. Fue tanta la vergüenza que mi rostro se tornaba de un color rojizo al recuerdo vívido.

Miré detrás de Naomi, donde el cuerpo de la profesora por fin desaparecía. Tras el cristal, el patio de la escuela se ampliaba e inundaba mis oídos con un escándalo callejero, apenas ensordecedor por el cuerpo en el que me encontraba; los de primer año corrían como niños, los de segundo trataban de no seguirles el paso, los de tercero se comportaban como los de cuarto, y los de cuarto se esforzaban por mantenerse despiertos ante el cierre de semestre. Ansiaba que sonara la campana. Me gustaban los recreos, sí; servían para escapar de las tediosas y largas clases de historia o biología, pero me encantaba más la idea de regresar a casa rápidamente, por lo que la clase siguiente debía sobrevivir a toda costa.

El ruido de los estudiantes fue silenciado por otro más chirriante. La campana finalmente había sonado, y matemáticas comenzaba en tan sólo unos segundos.

Guardé mis cosas y salimos.

Oí una maldición a mi derecha: Naomi temblaba a cada paso de los escalones que subíamos del segundo piso, no dejando de implorar que la profesora Celia no llegara al salón «2°B», tal y como insinuó en la biblioteca, y, de ser posible, que tuviera algún accidente que la retrasara.

La Liberación de MorvenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora