Capítulo trece

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Orelius

Era peor que ser televisado.

Aunque nunca había estado frente a las cámaras, creí que así debería sentirse.

La bulla, los gritos junto los aplausos, y la música me envolvieron como una explosión. En el techo abierto, donde el claro cielo se camufló ante los lanzamientos de, lo que me parecía ser en aquel momento, serpentinas gruesas y columnas de humo de colores, señalaron que dentro de poco comenzaría el duelo. No tardé en captar que simbolizaban los ocho patrones. Solamente ocho hileras levitaban y descendieron delicadamente hasta desaparecer con el viento que creaba la misma gente al agitar las banderas de mano.

En cuanto el arco de la entrada dejó de darme sombra y me iluminó el escenario de tierra, el bramido de la gente estalló mis oídos que, por más que el General moviera los labios, no le comprendía nada. Le grité un «¡¿Qué?!» que sentí que una parte de mi rostro se desconfiguró. La multitud lo tomó como una muestra de valentía que aulló a festejar.

Vernides inclinó su cuerpo hacia mí y, con la bulla de fondo, alcancé a ír:

—Todos vinieron a verte.

—¿En serio?

Miré las gradas. Estaban muy por encima de mí, a lo menos dos metros los primeros asientos y sumaban un peldaño de uno hacia los demás, animados al ver a la combatiente del día de tan sólo dieciséis años. Estaba muy ensimismada con el hecho de que tanta gente viniera a apoyarme que, por muy obvio que era, no lo había notado.

Al menos nueve divisiones existían en las gradas, con distintivos banderines inclinados hacia los patrones (era nueva, pero no ciega), y solamente ocho eran ocupadas.

—¿Por qué no hay nadie sentado allá? —señalé el frente.

Equivalía a cuarenta personas sentadas, pero estaba desolado. La novena cuadrícula. Yo estaba demasiado alejada, aun así, notaba ciertas grietas con manchas colorinas que llegaron de las bengalas. Era como el asiento feo en el que nadie del salón quería descansar. Debajo de ella, una inmensa rejilla de madera sobresalía ante el resto de piedra.

El General dejó escapar una ligera risa.

—Bueno, nadie quiere ser aplastado por los escombros. ¿Tú querrías?

Era una pregunta tonta.

—No, pero...

¿Cuáles escombros? Todo estaba en perfecto estado.

Colocó su mano en mi hombro, indicándome que era momento de avanzar. Los nervios me carcomían por dentro, mis piernas tambalearon y por poco tropezaba ante aquellos pares de ojos ansiosos. ¿El calor que me mataba era de la presión o por el sol en lo alto? Esperaba que fuera lo último, por qué no sabía qué expresión colocar con los comentarios de bienvenida que dispararon desde las gradas en el instante que mi cuerpo se dirigió al centro de la arena:

—¡Viva Navernum!

—¡Espero que sepas luchar, niña!

—¡Apuesto que no durarás ni diez minutos!

Traté de que mi sonrisa fuera honesta, como también mi deseo de golpear a todos los que decían más cosas sobre mí de ser una debilucha.

No se equivocaban, pero no quería que un montón de desconocidos lo expusieran.

La arena se tornó más oscura y llena de basura a medida que avanzaba hacia el centro. Vi monedas de oro y plata, pancartas de admiración a los patrocinados de Chibidine, de igual manera, muñecos que simulaban a un hombre sosteniendo una cruz inclinada, como también —y lo más normal hasta el momento— un panfleto de visitar los baños con «El mejor atractivo turístico para los visitantes, los descuentos dependerán...» de Kourum; aseguraban una limpieza extensa y profunda hasta el último rincón de tu cuerpo.

La Liberación de MorvenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora