Capítulo ocho

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Enfermería

Cilinus me llamó al menos tres veces por el apodo de "niña" y, aunque me fastidiara, no renegué. Los patrocinados, no tenía idea de qué clase de personas eran, sólo estaban detrás de mí para —palabras de mi «padre»— divertirse conmigo; por supuesto, no podía ser en el buen sentido. ¿Qué tan mala debía ser mi suerte para acabar en su base de reunión?

Huir y esconderme fue lo primero que quería hacer, sin importar lo tanto que Cilinus insistía en captar mi atención, preguntándose si no eran secuelas del golpe en la nuca, mi mente estaba hecha un tornado. Para hacer como si nada estuviera yéndose de mis manos, respondí como si lo escuchara.

«¿Cómo es que eres tan tonta para comportarte así?» —recordé una vez la voz de mi madre o, tal vez, la de mi padre en alguna cena familiar—. «Llorar es de idiotas, Sophia»

Actuar como una desquiciada no era buena idea, menos cuando no tenía idea de cómo salir del lugar con paredes más de diez metros.

Llegamos a un campo abierto donde la tonalidad del césped perdía el brillo y color; convirtiéndose amarillenta, la tierra por encima —como si pies pasaran encima sin cuidado— y con algunos huecos arrancados. Por si fuera poco, los pasos de alguien se acercaron y el camino ardió por unas llamaradas.

Se extinguieron de inmediato, pero no dejó de causarme la sensación de estar en un circo de asesinos.

—Qué no te sorprenda —Cilinus no lo estaba, aunque yo me quedara sin moverme, él optó por mostrarse cansado—. Mucho de nosotros tenemos las habilidades de nuestros patrones.

Eso se oyó interesante.

—¿O sea que tú también? —le consulté—. ¿Cómo cuál...?

Esperé que me respondiera algo mejor que ese rostro sin muchos ánimos. Sólo dijo:

—Mejor sigamos avanzando.

Un grupo de chicos, todos de la misma edad y atractivo, gritaron en una maravillosa sincronización palabras en un idioma que, según mi experiencia, pertenecía a este mundo. Iban en conjunto y bien cercanos, portando trajes de cuero y botas oscuras. Obedecían a quien tenían enfrente; un tipo vestido impecable, ropa planchada y zapatos lustrosos, con accesorias que resplandecían a partir de los brazos y pecho.

Alzaron el brazo y lo flexionaron hasta la zona de la cabeza, colocaron los dedos juntos y, con la punta del índice, lo posicionaron en la sien. Había visto ese gesto en la televisión y, a veces, en la policía: era un saludo militar.

Aparte de ellos, otro sequito seguía una fila. Caminaban con las piernas extendidas, recta y con paso firme alrededor del campo amurallado. Vestían iguales, como los del saludo militar, a excepción de ciertas cosas como: colores, accesorios y formalidades. Iban de menor estaturas a mayor.

Me tomó por desprevenida ver que también marchaban niños. El encargado de ellos era más pasivo, incluso alentando a los menores de seguir la línea blanca que se creó mágicamente en el césped.

Una voz cercana dijo:

—¡Uno, dos! ¡Uno, dos!

En vez de seguir el ejemplo de los anteriores, trotaba. Pasó por el costado de Cilinus y enfrente de mí; fue por unos segundos, pero de cerca la vestimenta de cuero era más como una armadura, hombreras respingadas y capucha oscura, haciendo peor la carrera para el muchacho... sólo que él no lucía cansado. Iba a un buen ritmo con el inmenso sol perforándole la espalda.

—Es un castigo —me explicó Cilinus—. De seguro fue lo suficiente idiota para saltarse el entrenamiento o ir en contra de su Coronel.

Avanzó, jalándome para que no siguiera con más distracciones.

La Liberación de MorvenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora