Capítulo 4: Hacia lo Salvaje

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Hacia lo salvaje-Amaral

Aquella mañana Diana se levantó a las cinco. Se había despertado con el objetivo de evitar lo más posible al imbécil de su compañero de habitación. Así que se vistió, se calzó sus botas, cogió su abrigo, su mochila y salió de su dormitorio. Como ella se esperaba la habitación estaba a oscuras y en silencio, indicando que no había señales de vida a la vista. Y eso le alegró profundamente. La evitaría encontrarse con Alec y su desagradable presencia.

No había ni un alma por las calles de Inverness, solo se escuchaba a las alondras totovía, que vivían en los lindes de los bosques cercanos, anunciar el inicio del día con ese repetitivo canto que a Diana la recordaba al ruido de un colchón de muelles. El olor a bosque y a humedad que traía el aire fresco de que aquella mañana invernal de febrero, llenó sus fosas nasales despejándola y dándola un chute de serotonina. Después de dos días de emociones fuertes, Diana volvía a sentirse en su elemento, solo que ahora con la libertad de hacer lo que ella quisiera por primera vez en mucho tiempo. Así que rebuscó en los numerosos bolsillos de su abrigo técnico, un llavero con forma de golondrina y una vez lo encontró, abrió su coche.

Aquel viejo Land Rover Defender blanco, la había acompañado desde que prácticamente había llegado a Edimburgo hacía dos años. Lo había visto por casualidad en un concesionario de coches de segunda mano, después de firmar el contrato de compra de su piso. Fue amor a primera vista. El vendedor fue el primer sorprendido al ver su interés en ese vehículo, viejo y pasado de moda. Le salió por un precio irrisorio, lo que le permitió cambiar su viejo motor por uno más eficiente, la amortiguación, repintarlo, mejorar los sistemas de seguridad y añadir alguna que otra cosa. Se había convertido en su fiel e inagotable compañero de aventuras. Le había metido en el agua, le había hecho subir colinas, circular por barro, por la nieve y en ningún momento la dejó tirada. Y eso era esencial en su trabajo.

Cuando se metió en el coche, le dió una palmadita cariñosa en el salpicadero, como hacía siempre que se subía y procedió a conectar su móvil. Se decantó por una buena playlist de Black Sabbath que la mantuviera concentrada en la carretera y marchó hacia su destino.

***

Aquel día, Diana había decidido organizarlo para aprender un poco más sobre la historia escocesa, pero ese plan no le duró mucho. Después de visitar Culloden Moor, hizo algo que Mary, su jefa, le había prohibido estrictamente mientras estuviera de vacaciones: trabajar. No pudo evitarlo. Uno de sus técnicos le había comunicado esa misma mañana, mientras estaba en una visita, que una de las cámaras de fototrampeo había dejado de dar información, y eso Diana no lo pudo dejar pasar. Así que se encaminó hacia el robledal que había al norte de Inverness,  en el que ella misma había puesto la cámara de fototrampeo hacía apenas un par de meses. Los robles desnudos y la fina llovizna que caía, la recibieron nada más bajarse del vehículo. Llevaba la bolsa de herramientras en una mano y en la otra el móvil con la aplicación de geolocalización dispuesta para encontrar la cámara de fototrampeo. Por la lluvia, los pájaros habían dejado de cantar, por lo que lo único que escuchaba era el crujir de las hojas caídas en otoño bajo sus botas, y el del barro húmedo a cada paso que avanzaba por aquel estrecho camino de tierra. Después de andar cerca de media hora, se detuvo al ver como en la pantalla de su móvil indicaba lo cerca que estaba de su objetivo. Observó a su derecha tratando de localizar el árbol en el que había enganchado la cámara y al final lo ubicó, pero no de la manera que esperaba. La carcasa que protegía a la cámara había sido abierto de par en par, casí como si la hubieran rasgado con un bisturí, y la carísima cámara de fototrampeo estaba en el suelo, con señales de pequeños mordicos y la lente destrozada. Solo había alguien o más bien algo, que había podido hacer esto.

La última flor de EscociaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora