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Subo como un torbellino por las escaleras de caracol hasta lo alto de la torre.

Todos los sirvientes que me ven se apartan de mi camino, aceleran en dirección contraria o de pronto encuentran muy interesante el ponerse a limpiar cualquier decoración.

No puedo decir que me sorprenda, ni que no haya vivido situaciones similares. Ni siquiera podría culparlos porque mi cara de pocos amigos y mi pelo todavía humeando no evocan una impresión de gran simpatía.

Parece que el rumor de mi humor avanza más rápido que yo y en mi último trayecto no encuentro ni un alma.

Irrumpo en mi habitación para ver a Enica de nuevo tumbada en mi cama, esta vez leyendo un libro, manteniéndolo en el aire con los brazos, justo sobre su cara.

Me mira por entre sus brazos.

—¿Cómo te ha ido?

La única respuesta por mi parte es un gruñido desde el fondo de mi garganta.

—Bien, entonces, ¿no?

Esquivo su mirada mientras avanzo hasta sentarme en el tocador y me dispongo a quitarme las botas, sacando antes los cuchillos y estampándolos contra la mesa.

—No te veía tan cabreada desde ese día en que Tesim te ganó en una pelea.

—¡Porque hizo trampas! —exclamo, devolviéndole mis ojos. Intenta no reírse, ahora sentada sobre la cama.

Enseguida su rostro pierde esa chispa de diversión y se torna algo más serio.

—¿Tan mal te ha ido?

Suspiro tétricamente, pasándome la mano por el pelo, apartándome los mechones de la frente.

—He ganado.

Se levanta de la cama de un salto, irradiando emoción, con los brazos extendidos.

—¡Pero eso es genial!

Noto un ligero rubor cubriéndome las mejillas, producto de varios y distintos tipos de emociones. Me invade el orgullo por su reacción y lamento haberme molestado con ella antes. Pero lo que más siento es que los comentarios de ese principito me hayan calado tan a fondo Puede que Enica tuviera razón, prefiero no pensar en eso, así que de momento voy a evitarlo.

Nota que algo no encaja, así que tuerce la cabeza y, frunciendo ligeramente el labio, acerca su rostro al mío. Me enternece ese gesto, pues es exactamente igual al que hace su madre. Es una mueca específica que siempre nos ponía cuando llorábamos, o nos caíamos, o cuando notaba que nos pasaba algo.

—¿Qué pasa?

—Me saca de quicio, eso es lo que pasa. Tal vez la próxima vez lo mate en medio de un pasillo. —Me cruzo de brazos, sintiéndome como una niña pequeña a la que le han tirado del pelo.

—Mmm, sería una pena manchar de sangre esas alfombras tan exquisitas.

Ni su comentario consigue hacerme reír.

Me levanto, reteniendo otro suspiro, no quisiera preocuparla.

Todo es demasiado complicado. Solo me gustaría un poco de tranquilidad, un poquito, para variar.

—Voy a lavarme —digo distraídamente, dirigiéndome al baño.

—Pues date prisa, ya están preparando la comida.

Me agota la mera idea de tener que aguantar las miradas y las preguntas, de tener que poner buena cara y fingir.

—Puede que no asista.

Llamas del pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora