[Capítulo 8]: La diosa de la fertilidad

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La hermosa mujer se acercó al dios de la guerra.

-Calma, Cerbero no te atacará si yo estoy aquí contigo.

Se acercó y abrazó grácilmente a Ares, el cual se sintió más cálido que bajo las mantas de la cama más cómoda del universo. A pesar de ello, su rostro no expresaba emoción alguna, pero hizo desaparecer su lanza y su escudo.

-Tranquilo, yo te guiaré al interior de la prisión. Sígueme y hallarás el descanso que necesitas. Por cierto, yo soy Perséfone, la reina del inframundo y diosa de la fertilidad.

Perséfone tomó a Ares de la mano y ambos desaparecieron en la penumbra.

Mientras tanto, Hades recorría el camino hacia la entrada del Tártaro. Subiendo por la torre de escaleras que ascendían desde la infinita profundidad, se preguntaba quién era el inesperado invitado que se había presentado ante las puertas de su reino.

Desde las celdas, Hades era abucheado con comentarios desagradables sobre su mujer Perséfone mientras los presos se relamían los dientes.

-¿Dónde está la señorita?-

-¡Queremos ver su fino y delicado cuerpo!

-¡No puedo esperar a salir de aquí y ponerle mis manos encima!

-El próximo que abra la boca me servirá para estrenar mi nueva daga.-El dios del inframundo hizo callar a la mayoría de convictos con estas palabras.

-El valor que te falta para matarnos es el que nos sobra para violar a tu mujer.-Dijo un titán enano (aún así medía unos 4 metros), seguido de una ronca carcajada.

Hades, en un abrir y cerrar de ojos, se desplazó hacia el límite de la celda de dicho titán y, con los ojos inyectados en sangre, atravesó los barrotes con su brazo, insertando su daga en el cráneo del preso.

Ninguno de los titanes abrió la boca de nuevo. Hades suspiró, sacó un pañuelo de su bolsillo, limpió su daga, la envainó, y continuó caminando.

Mientras tanto, Perséfone y Ares llegaron a un inmenso palacio que se situaba justo en la cima del Tártaro. Allí, unos seres inmensos, conocidos como Hecatónquiros, reverenciaban ante la llegada de la reina. Cada uno de estos seres medía al rededor de 16 metros y tenía 10 brazos.

-Bienvenida, señora del inframundo, esperábamos ansiosos su llegada.

Perséfone flexionó ligeramente las rodillas e inclinó la cabeza como muestra de respeto, y ambos se adentraron en el majestuoso palacio.

La arquitectura corintia se asemejaba a la de un templo antiguo, y el aire chocando contra las paredes generaba una melodía delicada y agradable. Subieron unas escaleras y se pararon ante unas puertas que eran enormes en comparación con el lugar.

-Estos son mis aposentos, dios de la guerra. Puedes descansar aquí todo lo que necesites. Hades debería de estar de camino.

Ambos entraron y, mediante gestos gentiles, Perséfone hizo que Ares se tumbara sobre la cama.

-Está bien. Es hora de que te dejes llevar.

Perséfone empezó a desvestirse de manera sensual pero acogedora. Ares, por otro lado, centró su atención en un casco de moto situado sobre una estantería, cosa que molestó a la diosa de la fertilidad.

-¿Qué ocurre? ¿No eres capaz de centrar tu atención en la belleza que tienes delante? Eres tal y como él...

Ares regresó su mirada a la hermosa mujer, pero como siempre, permaneció callado.

Perséfone se tapó con la túnica y miró al suelo avergonzada.

-Lo siento. Es que Hades siempre está ocupado trabajando en la prisión y nunca tiene tiempo para complacerme...

En los ojos de Perséfone se generó una pequeña capa de lágrimas, que disimularía pestañeando fuertemente.

Ares se levantó de la cama y se acercó al casco. Se quedó parado frente a este durante severos segundos. Tras un rato de incómodo silencio bajó su mirada y, con sus ojos apuntando al suelo, el dios de la guerra hablaría finalmente.

-Lo siento, Perséfone. Tengo que cumplir mi misión.

Mientras esto sucedía, a la orilla del océano negro llegaba Hades, que no tenía conocimiento de que el dios de la guerra ya había entrado en su palacio.

-Parece que me he perdido un par de cosas...-Dijo mientras observaba como su gran perro de tres cabezas roía los huesos que quedaban del cadáver del barquero.

Hades se llevó su mano a la boca y silbó fuertemente, a lo que la bestia dejaría lo que estaba haciendo y comenzaría a seguirle.

El dios del inframundo se dirigió a su palacio, donde pensaba alertar a su mujer para que tuviera cuidado con una posible invasión de algún tipo de ente maligno.

Al llegar al enorme patio de su gran palacio, todos los Hecatónquiros se arrodillaron haciéndole un pasillo hasta las puertas. Hades levantó los brazos con las manos abiertas hacia el cielo y sonrió fuertemente, a lo que los enormes seres contestaron tocando unos instrumentos similares a trompetas pero de dimensiones mucho más exageradas, anunciando la llegada del rey.

-¡Gracias, mis leales criaturas! ¡Hoy, como siempre, es un gran día para el inframundo! ¡Resulta ser que un invitado misterioso ha llegado a las puertas de nuestro reino! ¡Si veis algún forastero no dudéis en notificármelo!- Hades gritó para poder ser escuchado por todos los presentes.

 Los enormes seres aplaudieron con vítores tras escuchar dichas palabras.

Hades entró en el palacio. Sin embargo, al subir las escaleras sintió que algo no andaba bien. 

-¿Perséfone?¿Estás en nuestros aposentos?-Preguntó Hades al acercarse a las puertas.

No hubo respuesta.

Esto extrañó fuertemente a Hades, ya que la reina del inframundo no solía salir de su habitación a no ser que su presencia fuera necesaria, por lo que se acercó apresurado a las puertas y las abrió de par en par.

Hades se quedó ojiplático al ver la escena que esperaba al otro lado de las puertas. Lo que presenció en ese momento hizo que su estómago se volcara y una sensación de náuseas y horror recorrió todo su cuerpo en un instante.

Entre una masa de vísceras, se encontraba el inerte cuerpo de lo que alguna vez fue su mujer Perséfone, la reina del inframundo. Esta yacía abierta en canal sobre la cama, con sus intestinos desparramados por el suelo y bañada en un charco de sangre.




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