5 horas se pasó Ares remando hasta varar el pequeño bote en una playa de arena negra. La oscuridad del lugar recordaba a la de una noche de luna nueva, y el profundo silencio inundaba la atmósfera de emociones sombrías.
-Te... Tenemos que salir de aquí o ambos moriremos.- Balbuceó Caronte entre tartamudeos y temblores.
Ares se bajó del barco, miró a ambos lados y partió a la mitad los dos remos que habían utilizado para llegar.
-¿¡Qué diablos has hecho!?- El anciano se abalanzó sobre el dios y le mordió la oreja. A pesar de esto, el ataque no causó ninguna herida sobre la dura piel de Ares.
El señor de la guerra, de un sólo y brusco movimiento, se quitó al viejo de encima lanzándolo por los aires. Por suerte aterrizó sobre el agua.
Ares hizo un gesto hacia el anciano, poniéndose un dedo en el cuello e insinuando que la próxima vez sería letal, a lo que Caronte bajó la mirada y permaneció callado.
Unos fuertes pasos se empezaron a escuchar desde la distancia, un sonido similar al de un enorme bombo que se iba acercando al lugar hacía que el anciano se encogiera de terror cada vez más y más.
Ares levantó ambos brazos y, tras una intensa luz que iluminó el lugar por breves segundos, hizo aparecer una lanza y un escudo en sus manos.
Los pasos, que sonaban cada vez más cercanos, cesaron repentinamente. Ante esta situación, Ares adoptó una posición defensiva, preparado para combatir cualquier amenaza. Caronte por otro lado, dio un suspiro de sosiego, y después de unos segundos que tardó en recomponerse, se decidió a hablar.
-Parece que ha dejado de seguirnos... Deberíamos apresurarnos y...
Antes de que el anciano terminara de decir la oración, unas enormes fauces brotaron de la oscuridad, arrancándole un brazo de un mordisco. El viejo comenzó a gritar y a revolcarse por la arena. De la espesa niebla se mostró el enorme perro de tres cabezas Cerbero, que entre gruñidos dejaba claro que el dios de la guerra no era bienvenido.
Ares empezó a correr por la costa, a lo que Cerbero comenzó a seguirle a una velocidad insólita.
El dios de la guerra sabía que la bestia era más rápido que él y que eventualmente sería cazado, sin embargo siguió corriendo por la orilla sin dudar ni un segundo.
Caronte, cuando ambos seres desaparecieron en la distancia, se acercó al bote para intentar regresar a la puerta del inframundo. Sus ojos no podían creer lo que allí se hallaba. Dentro del bote, Ares permanecía sentado y en silencio. Ni con el mejor sentido de percepción del universo podría haber sido advertido. El cinturón de Ápate brillaba majestuosamente. Cuando el accesorio dejó de iluminar la zona, la imagen que el gran perro había estado persiguiendo se desvaneció en el infinito.
-¿¡Có... Cómo es posible!?
Ares no sació la curiosidad del anciano. Se levantó y se adentró en la niebla.
Sufriendo de dolor, Caronte se sentó en el bote con una mueca que designaba una curiosa mezcla entre desesperación y sorpresa. Cuando los estruendosos pasos volvieron a hacerse cada vez más ruidosos, el viejo supo que, independientemente de lo que hiciera, su momento de partir había llegado. Sin embargo, no se desesperó. Caronte había vivido una eternidad bajo la lúgubre niebla que abrazaba los espíritus de las almas en pena que llegaban a enfrentar su fatídico destino. Ya estaba preparado para terminar su labor. Suspiró, sonrió, y cerró los ojos, esperando a que la bestia terminara con su existencia.
Tras unos segundos, Ares escuchó un grito de dolor a lo lejos y supo que la vida del viejo había terminado. A pesar de la situación, el dios seguía cubierto por una atmósfera de indiferencia.
Otro ser que había escuchado tal cosa, desde la vasta profundidad del abismo, era el titán Crono, que se acercó a los barrotes de su celda y mostró una perturbadora sonrisa de oreja a oreja.
-Se acerca mi momento... Puedo sentirlo... Esos dioses celestiales me verán llegar como un estruendo y conocerán el terror de la venganza. Los estúpidos de mis hijos se acordarán de quien es su padre.
Terminó su discurso con una terrorífica carcajada que sacudió el polvo de toda la sala. De las celdas contiguas, repletas de otros titanes, se empezaron a escuchar gritos y aplausos. Las tenebrosas voces de los inmundos seres retumbaron por las paredes de la infame prisión.
En la cima del Tártaro, Ares continuaba explorando la oscura niebla buscando el camino que lo guiaría hasta el interior. Sin embargo, algo inesperado hizo que dejara de avanzar.
Una dulce voz femenina emanó desde la oscuridad.
-Glorioso dios Ares, lamento la desafortunada bienvenida por la que ha tenido que pasar. Sepa que compensaremos esta desventura como sea posible.
Tras la densa niebla de ceniza se mostró una hermosa mujer que bañó el lugar con un gratificante aroma a amapola. Vestía unos finos ropajes de seda, y su cara era tan bella que incluso provocó que el mismísimo señor de la guerra tragara saliva por los nervios. Ares invocó su escudo y lanza y se preparó para un posible combate.
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El Dios de la Certeza
FantasíaTras haber descubierto la verdad oculta de Zeus, William Walker forzó al gobernador del Olimpo a otorgarle diversos privilegios a cambio de su silencio. Lo que el dios no sabe, es que el inglés se la tiene jurada a todos y cada uno de los residentes...