4/07/15

436 25 12
                                    

Sábado, 4 de julio del 2015

Ariadna sacudió su cuerpo, tratando de liberarse del agarre de los secuestradores. Mamá la miró asustada, con el cañón del arma apuntando a su sien. Aterrorizada, hizo el mayor de sus esfuerzos para tomar aire. Se ahogaba, se le olvidaba respirar, y aquello no la ayudaba de ninguna forma a continuar con vida. ¿Por qué? Era una pregunta que no paraba de danzar en su cabeza. ¿Por qué ella?, ¿por qué mamá?

Vio el llanto salir de los ojos de su madre y cómo se arremolinaba el cabello al ritmo de los tirones que hacía tratando de liberarse. El rubio claro se bamboleaba con ímpetu pero sin obtener resultados.

—Estate quieta —ordenó uno de los captores. El arma continuaba sobre la sien de mamá, que no hacía caso a ninguna advertencia.

Escuchó el chasquido de la pistola, pero fue demasiado tarde. Ariadna emitió un chillido que rasgó su garganta hasta tal punto que creyó que se había quedado muda. Uno de los secuestradores había disparado. Intentó ponerse en la trayectoria de la bala, pero no lo logró en absoluto. El empujón que efectuó fue vano, dado que ni siquiera llegó a moverse del sitio y proteger a su madre del tiro.

El cuerpo de mamá cayó al suelo; pesado, roto. Un reguero oscuro de sangre se formó en el asfalto. Estaba muerta. Tenía los ojos abiertos, idos, y la boca en una mueca entre la desesperación y el disgusto. Sus rasgos se habían quedado esculpidos en el horror, como si aquella expresión hubiera sido la más indicada para despedirse del mundo. Ariadna se dejó caer de rodillas y sintió que se había quedado sin fuerzas. Un profundo sollozo se construyó en su pecho, pero nunca llegó a salir.

—La has matado... —. A penas pudo reconocer el timbre de su voz.

Crónica de EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora