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Sábado, 11 de julio del 2015

—No me gustan las croquetas —musitó Ariadna en voz baja. No esperaba que la escuchara, por eso lo dijo. El secuestrador se fijó en ella con aquellos ojos endemoniadamente azules. Arqueó una de sus cejas, como si estuviera retándola a continuar hablando.

Ariadna se encogió sobre sí misma, asustada, y le dio un pequeño mordisco a la maldita croqueta como si tratara de informarle de que iba a portarse bien. No, no pensaba desafiarlo. No con aquella arma amarrada a la hebilla de su cinturón. Se atrevería a decirle algo si fuera ella quien tuviera cerca una pistola; era más sencillo enfrentar a alguien con la garantía de seguir con vida.

Pensó de nuevo en mamá, en lo ocurrido. «Estaba muerta». Cuando aquella frase se articulaba en su cerebro, se le humedecían los ojos hasta que parecía que se iba a quedar seca; nunca antes había llorado tanto. Ojalá la hubieran enterrado al menos. No le gustaba la idea de que la hubieran dejado en un descampado como si fuera un desecho. Mamá se merecía la luna y las estrellas, y lo único que había obtenido fue un disparo.

No habría universidad para ella, ni familia numerosa, ni regalos de navidad. Nada. Solo aquella habitación sin ventanas y un tipo vigilándola con unos ojos azules y una mueca de indiferencia que indicaba que si lo contradecía no dudaría en tomar medidas. Quizá aquella fuera la solución; contradecirlo, morir. Y entonces sería libre y saldría de aquel infierno.

Crónica de EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora