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Jueves, 23 de julio del 2015

Los labios de Ariadna se sentían como satén bajo los suyos. Su cuerpo delicado era suave y el tacto de su piel enloquecedor. Emitió un gruñido, antes de deslizar sus manos bajo la camiseta de la chica y deleitarse con su vientre redondeado, sus caderas, y con la protuberancia de sus pechos. Movió los dedos sobre ellos, ignorando la ropa interior. Ariadna gimió en respuesta, invitándolo a continuar.

Ansioso, Duncan le retiró la camiseta y se prendó de la visión de la chica sin su prenda superior. Llevaba puesto un gastado sujetador blanco, con los tirantes deshilachados. Se sorprendió a sí mismo pensando que, aun a pesar de que llevara una prenda tan precaria, le pudiera resultar tan atractiva. Su estómago en aquella posición estaba hundido y se notaban los huesos de las costillas y el vientre. Tuvo consciencia de que quizá estaba demasiado delgada y una punzada de culpa le asaltó. Le hacía sentir incómodo pensar en aquello.

Las manos de Ariadna se movieron, ambiciosas, sobre el cabello de Duncan. Sus dedos se sumergieron entre aquellas hebras oscuras. Tironeó acercando sus rostros con ganas de volver a ser besada, de olvidar el infierno en el que se habían convertido aquellos días. Duncan deslizó la lengua sobre sus labios, antes de hundirla dentro de ellos y explorar aquella dulce cavidad.

—No me voy a detener —murmuró con su boca moviéndose todavía cerca de la de ella.

Ariadna sonrió. Su sonrisa estaba rota como ella misma en aquellos instantes. Se había quebrado y trataba de juntar los fragmentos de sí misma sin conseguirlo. Duncan pensó que le recordaba como el infierno a sí mismo y, mientras buscaba el cierre del sujetador de la joven, tuvo una epifanía. Ambos eran iguales; dos personas desencantadas, marchitas, que vagaban por el mundo en busca de algo que nunca tuvieron. Quiso saber cómo era ella antes del secuestro; se preguntó si era feliz con su madre y el tipo de rutina que tendría en sus días. ¿Iría al instituto?, ¿cuántos amigos tendría?

Una caricia en su espalda lo sacó de su abstracción; la chica le reclamaba que se desnudara, como lo estaba haciendo ella misma. Duncan cedió y trató de ocultar cualquier vestigio de debilidad en su expresión. No iba a permitirle conocer sus puntos débiles; aquello era demasiado para él.

Crónica de EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora