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Miércoles, 8 de julio del 2015

Descansaba en una habitación sin puertas ni ventanas. Dos tipos se encargaban de, esporádicamente, traerle comida y bebida. Ambos fueron los responsables de la muerte de mamá y ninguno de ellos tenía algún tipo de remordimiento. Ariadna estuvo llorando la mayor parte del tiempo, con la vana ilusión de que alguno de ellos se apiadaría y le proporcionaría algún tipo de respaldo. Absurdo, aquello era absurdo. La idea de pensar que los responsables de la muerte de mamá se sentirían mal por ella era una tontería. No obstante, una parte de sí misma se aferraba a ella como si fuera un clavo ardiendo.

Mamá había sido una luchadora. Siempre había estado ahí, dispuesta a hacer todo por su futuro. Deseaba que llevara una buena vida; que estudiara en la universidad, tuviera un trabajo decente y, en un futuro, fuera la feliz madre de una familia numerosa. Quería unos nietos a los que consentir con dulces y gastarse gran parte de la pensión en regalos de aniversario y navidad. Había peleado con uñas y dientes por esa vida, por ese futuro, y no había servido de absolutamente nada.

Su cuerpo ahora mismo descansaba en algún lugar cualquiera, con aquella mueca de horror en los labios y los ojos abiertos. Aquella imagen era un recuerdo imborrable para Ariadna; iba a perseguirla hasta el fin de los días. La culpa, también estaba la culpa. El reproche por no haber sido ella quien recibió el disparo; por no haber tenido fuerzas para impedirlo. Quería morir y que aquellas imágenes desaparecieran de su cabeza.

Crónica de EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora