Capítulo V: El caudal que mueve la roca

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Mi corazón latía muy fuerte, con premura corrí hacia la puerta mientras Rhaenyra salía por el balcón. Que escena más absurda, tenía miedo, pero a la vez sentía que había valido la pena arriesgarlo todo así fuera para compartir un breve momento con ella. Me sentía un poco abrumada por mis sentimientos y me pesaba el corazón. No tuve mucho tiempo para sopesar lo que me estaba sucediendo, lo más importante era averiguar ¿Quién podría estar tocando la puerta?

-Majestad.

-¿Qué hace usted aquí septón Eustace?

-Mi señora, el Rey es consciente de que no es un detalle muy caballeroso dejar a su dulce doncella días después de haberla desposado. Él se siente muy mal de haber tenido que salir, por esta razón, nos ha enviado a mí y a las septas Valerie y Unella a rezar con usted.

-Oh, claro, entiendo. Nada me haría más feliz que consagrar este momento a la Fe de los Siete. Por favor, déjeme cambiarme y estaré con ustedes, solo hubiera deseado saber con antelación de su llegada, en ese caso, los hubiese recibido de una manera más apropiada.

-No se preocupe mi señora, la paciencia es una virtud que vale la pena ejercitar.

Cerré la puerta, y mientras intentaba limpiarme un poco y arreglar mi cabello, no pude evitar pensar en que quizás el Rey sabía o sospechaba algo, después de todo por qué enviar a un septón y unas septas a esta hora, qué extraña coincidencia. Tomé un vestido al azar y como pude tomé coraje me compuse y me dirigí con el septón y las septas a una habitación que había sido consagrada por el Rey Viserys I para todos los ritos religiosos.

Había un hermoso altar y un arreglo de lirios blancos que adornaba y le daba un olor peculiar a la habitación. Como ya era de noche, los candelabros eran nuestra única protección de la profunda oscuridad. Estos se encontraban ya en un término medio, y se posaban encima de antiguas velas que habían perecido presas del tiempo. Observar las pilas de parafina era de alguna manera entretenido. Me pregunté cuánto llevarían, quizás meses o quizás años, quizás incluso siglos presenciando el correr de la vida y las pasiones de los hombres.

A decir verdad, rezar no me molestaba, de hecho, me daba una extraña sensación de tranquilidad. Había sido mi madre quien desde muy pequeña me había enseñado a rezar, recuerdo cómo ella me hablaba de la existencia de los Siete, y de cómo con su serenidad me enseñó que podía confiarles todos mis deseos y tristezas, en tanto tuviese fe, ellos siempre cuidarían de mí. Sentí mucha nostalgia al recordarla, extrañaba a mi madre, me lastimaba la imposibilidad de tenerla en mi vida, me pregunto si ella estaría orgullosa de mí al verme convertida en la Reina consorte. Debería sentirme orgullosa de mí misma, pero de alguna manera, era una victoria vacía. Al menos, de todo esta miseria y a pesar de mi tristeza, sí había podido hacer feliz a mi padre. Mientras me encontraba sumergida en mis cavilaciones, el septón comenzó a hablar.

-Septón Eustace: Es bien sabido su majestad que aquel que es pío tendrá siempre la mejor de las suertes puesto que la bendición de los Siete se posará sobre él. No pretendo crear un sermón, pero quisiera recordarle de la virtud y la importancia del matrimonio y de sus responsabilidades como Reina. La indiscreción es un defecto terrible, pero debo aseverar que se la ha notado bastante distraída últimamente, incluso en su boda, parecía tener la mente en otro lugar.

-Alicent: Septón, no sé de qué habla, siempre he cumplido mis obligaciones con la mayor diligencia. Soy la mujer más afortunada del Reino al haber sido escogida como la Reina consorte.

-Septón Eustace: Nadie pone en duda su ahínco mi Reina.

-Septa Valerie: Así es, pero se ha vuelto notorio el vacío en su ojos, el Rey no desea verla insatisfecha.

Canción de oro y plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora