Dos charlas

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Steve se detuvo frente a la puerta de la habitación de su esposa. Detrás de ella escuchó la tos ahogada que la venía aquejando desde hace meses. Esperó a que la expectoración terminara, ya que sabía lo mucho que aquello la molestaba, y tocó.

—Adelante —dijo ella tras un breve carraspeo.

—Buen día, querida, ¿cómo te encuentras? —dijo Steve cuando entró en la habitación.

Sharon estaba sentada frente a la chimenea con un libro en el regazo y un pañuelo arrugado en su puño.

—¿Cómo esperas que me encuentre? —dijo ella al tiempo que levantaba su mano libre y Steve le besaba el dorso. Este no esperaba ningún saludo, mucho menos una bienvenida cordial —. Aburrida. Este lugar es un abismo de hastío. No hay nada que hacer, el centro del pueblo está lejos y no hay ninguna tienda ahí que valga la pena. Por si fuera poco, nuestros amigos, todos se encuentran en Londres en esta temporada.

Steve escuchó la queja de siempre sin expresar ninguna reacción en su rostro, se limitó a tomar asiento en la silla contigua a la de su esposa, separada de ella por una mesita redonda sobre la que se encontraba una taza de té a medio consumir.

—Sé cuánto desearías estar en los bailes en los salones de las damas de Londres. Pero sabes bien que el aire de Londres no te hace bien, y el médico recomendó...

—Sé lo que recomendó —cortó Sharon y disimuladamente se llevó el pañuelo a los labios —. Pero si esto continua así, moriré de aburrimiento.

—Podemos solucionar eso de alguna manera —dijo Steve conciliadoramente —. El cumpleaños de Sarah está próximo y sería a bien decidir celebrarlo con todos nuestros amigos que la quieren y nos aprecian.

Sharon apartó la vista de la chimenea, donde había mantenido la vista todo ese tiempo, y sonrió.

—Un baile —dijo—. Tendré que comenzar a organizarlo todo.

Steve asintió, pero estaba seguro que Sharon no estaba pensando en el cumpleaños de su hija.

—Y las flores, los músicos... —la condesa se levantó de su silla mientras enumeraba las cosas que tenía que preparar —. Debiste decirme antes, está muy próximo, ¿qué tal si nuestros conocidos tienen otros compromisos?

—Puede ser una celebración pequeña, con los más cercanos.

Sharon detuvo su ir y venir y volteó a verlo con una ceja levantada.

—¿Estás loco? Debe ser un baile suntuoso. Los bailes de la condesa de Sternglas tienen una reputación que no puede disminuir en absoluto — tras decir aquello, volvió a la enumeración de las cosas que tenía que hacer.

Steve aguardó pacientemente, hasta que llegó al punto de los ajuares. Había que mandarle a hacer un vestido nuevo a Sarah, y eso le recordó a Sharon las pintas que su hija había llevado el día anterior. Con las manos en jarras, se volteó hacia Steve y levantó el mentón indignada.

—Por cierto, ¿tú enviaste esas ropas horribles para Sarah? —dijo.

Steve ladeó el rostro.

—Me temo que no sé a qué te refieres.

—Ayer, Sarah llevaba unos pantalones y una camisa de niño; ¿tú los enviaste?

Steve asintió. Sarah le había pedido algo así para poder explorar en los jardines, porque sus vestidos siempre se atoraban en las ramas y se ensuciaban tanto que su madre siempre la reñía.

—¡¡¿Por qué lo hiciste?!! —reclamó Sharon—. ¿Acaso quieres convertirla en un niño? ¿En un salvaje? ¿Sabes cómo llegó? Llena de lodo, con un sombrero de paja horroroso que seguramente le dio el jardinero, y el cabello hecho un lío.

Secretos de amor (Libro I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora