Rumores

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La fiesta de cumpleaños de Sarah pasó, pero los invitados no se marcharon, al menos, no todos. Aquellos que se habían quedado como huéspedes en la casa y otros que se encontraban cerca, visitaron con frecuencia el salón de la condesa de Sternglas. Sharon parecía estar en su elemento, todo ella era risas y juegos, su ánimo estaba en lo más alto. Se pasaba el día, ya fuera con su amiga María Hill o del brazo de su cuñado.

Tony regresó a sus tareas como profesor de Sarah al día siguiente, pero desde su posición, en especial cuando salía con la niña a los jardines, daba cuenta de la algarabía que rodeaba a la condesa y en especial a Lord Ramson Rogers. Era mucho más risueño que Steve, mucho más sociable también, y mucho más seductor. Tony lo observó susurrar al oído de más de una de las damas ahí presentes, y tenía la audacia de coquetearles, incluso, frente a los maridos. Sin embargo, sus avances siempre eran coartados por su cuñada, quien siempre, de una u otra manera, se ganaba su atención.

Por su parte, el conde solía participar poco de los juegos, ya fueran al aire libre o de mesa. Parecía aceptar las actividades por mera cortesía, pero no se quedaba mucho. Sus amigos, Mr. Y Mrs. Barnes, había ido todos los días, pero tampoco participaban demasiado del jaleo general. Se reunían con el conde y charlaban, a veces, salían a cabalgar o jugaban cartas en la terraza. Otras veces, acompañaban al conde a ver a su hija e interrumpían por un momento las clases de Tony. Éste no se molestaba por ello, a Sarah le encantaba que su padre fuera a visitarla y, secretamente, a Tony también. En esos breves encuentros, su interacción era limitada. Tony lo entendía, estaban rodeados de gente, muchos ojos los observaban y, además, estaba el pequeño detalle de que uno de ellos estaba casado. Probablemente, ambos, desde su propia trinchera, estaba tratando de dejar atrás aquellos besos que habían compartido a la luz de la luna. Sabían que habían actuado de manera impropia. Sin embargo, ninguno podía rehuir a la mirada del otro, ni mentir respecto a lo que ésta les causaba. Trataban de evitarse, pero siempre terminaban tropezando con un pensamiento sobre el otro.

Al tercer día después del sarao, la condesa no se presentó al desayuno en el jardín con sus invitados, porque se encontraba indispuesta. El conde fue a visitarla antes de, él mismo, presentarse en el comedor.

Sharon estaba en cama, más pálida que nunca y con un pañuelo pegado a los labios cuando él entró.

—Jarvis me informó que te sentías mal — dijo el conde al acercase y sentarse en el borde de la cama a su lado —. ¿Cómo te encuentras?

—Estaré bien, sólo necesito dormir un poco, no lo he hecho correctamente en estos días —respondió la condesa desviando la vista.

—Tal vez deberíamos despedir a nuestros invitados...

—No —Sharon le miró con el ceño fruncido—. Son lo único que me da alegría en este desierto provincial. Déjame disfrutarlo.

—Pero estás fatigada, no es conveniente para tu estado que te esfuerces de más.

—No te importa, Steve.

—Me importa, es la razón por la que te lo digo.

—Lo único que quieres es molestarme, quitarme lo que me hace feliz, como siempre.

Steve apretó los dientes y exhaló un tanto cansado.

—Lo único que he hecho, Sharon, ha sido procurar tu bienestar. Siempre, desde el primer momento, solo he tratado de protegerte.

—Nunca te he pedido tu ayuda.

—Y, sin embargo, cuando te la he dado, nunca la has rehusado.

Sharon giró el rostro hacia un costado, se llevó la mano a la boca y tosió.

Secretos de amor (Libro I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora