Lord Ramson

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En el vestíbulo, Steve vio a su esposa recibiendo con una sonrisa a su hermano. Lord Ramson y él eran, prácticamente, dos gotas de agua, si no fuera por la expresión de sus rostros, nadie habría podido adivinar quién era quien. Cuando eran niños, aquello les brindó unas cuantas horas de diversión y complicidad que, en el presente, eran por demás imposibles. La rivalidad entre ellos, había tensado sus lazos fraternales de manera tal que éstos no podían volver a su posición original.

Steve solía preguntarse el cuándo y el por qué su relación había dado un giro, en qué momento sus temperamentos, sus personalidades e, incluso, sus valores se habían distanciado de aquella manera tan atroz y descorazonadora.

—¡Oh, he aquí Sir Steve Rogers, capitán del ejecito de Su Alteza Real y Su Excelentisimo Conde de Sternglas! —Exclamó Ramson en cuanto lo vio y en su rostro se dibujó una media sonrisa irónica.

Steve pensó que, de todas las preguntas que solían asaltarlo cuando su hermano gemelo aparecía, podía responder al menos una. Habían comenzado a distanciarse cuando su padre había ratificado su decisión y lo había nombrado a él como heredero de sus rentas y título nobiliario.

—Ramson —dijo Steve sin agregar nada más, ni siquiera alguna queja por aquella oculta puya —. No te esperábamos esta noche.

—Pero nos alegra que hayas venido —intervino la condesa sonriente, devolviendo la mirada hacia su cuñado —. Y me alegro que llegaras, porque sin ti, esto es demasiado formal.

Ramson levantó una ceja y puso su mejor gesto de perplejidad.

—Querida cuñada, no sé de lo que hablas. ¿Acaso mi querido hermano, no es el alma de la fiesta como siempre?

Sharon apretó los labios para no reír, Steve mantuvo la seriedad. Ramson, sonriente, dio un paso hacia él.

—Supongo que la guerra suele apagar el espíritu festivo de los hombres. Ah, pero lo olvido, aquello solo sería verdad en alguien que en principio hubiera sido festivo. ¿No crees, querido hermano?

Steve mantuvo un gesto neutro.

—Supongo que aquellos que no conocen el fragor de la batalla, pueden hablar con tal ligereza sobre los espíritus que se marchitan tras atravesarla. Y más aquellos que huyen del deber y se ocultan hasta que la tempestad ha pasado o hasta que creen que los vientos soplan a su favor—respondió.

Ramson le miró con los labios apretados, aun cuando trataba de esbozar una sonrisa, podía notarse cierta molestia. Sharon también sofocó su sonrisa y sus mejillas se colorearon de un sutil rubor. El silencio se apodero del vestíbulo, y solo cuando Jarvis, en un acto casi valiente, se acercó a Ramson y le solicitó su abrigo, se rompió. Fue cuando el hermano del conde dio un paso atrás y con un chasquido desdeñoso se quitó la prenda y la entregó al mayordomo.

—¿Y bien? —dijo frotándose las manos —. ¿A qué se debe este sarao?

—¿No estás enterado? —dijo Sharon poniendo las manos en jarras, aunque en realidad no parecía molesta —. Recuerdo haber enviado la invitación.

—Querida, mi domicilio es tan cambiante como los vientos —dijo Lord Ramson dirigiendo una fugaz mirada a su hermano —. Soy un errante en esta tierra poblada de injusticias.

—Siempre podrías fijar tu domicilio, querido hermano, en el curato que mi padre a bien dejo para ti y que, por suerte o desatino, el actual conde sigue reservando para el momento en que tomes un camino, toques puerto y tires el ancla —dijo Steve con calma.

Secretos de amor (Libro I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora