35 | La propuesta. FINAL

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Damon regresó el quince de octubre y no quiso que lo recogiera del aeropuerto, sino que me dijo que tomaría un taxi a la clínica. Su vuelo de regreso se retrasó y, en vez de aterrizar el domingo, se pospuso hasta la mañana del lunes.

Durante esas dos semanas, yo había estado limpiando la casa, cocinando para mí misma y atendiendo a mi madre en el centro. Se suponía que regresaría a casa por Navidades, después de casi un año internada, recibiendo medicación para su depresión y aprendiendo a lidiar con sus pensamientos.

La editorial Sinaí había publicado la edición anual de "Insumergible", la colección de cuentos y poemas a la que tantos centros de salud en Londres habían contribuido. Mi madre tenía cinco tomos sobre su mesita de noche y, cuando pasé a despedirme de ella y besarle la cabeza al final de mi turno, me indicó que tomara uno.

—Llévaselo a Damon —me dijo— y dile que venga a verme.

—Deja de preocuparte. Se lo diré hoy mismo, tenemos una cita.

No había mentido: tenía una cita con Damon, pero él no lo sabía. En el baño del personal, cambié mi uniforme por pantalones negros, un suéter gris de lana y la cazadora verdosa de Damon, esa forrada de blanco por dentro. Incluso me llevé una bufanda por si el frío aumentaba.

Recé para encontrarlo en la clínica, o de lo contrario no tendría dónde buscarle y necesitaría llamarle por teléfono. Ahora mismo, mi mayor deseo era hablar con él cara a cara. Hacía prácticamente un mes y medio que no nos veíamos y nunca le había echado tanto de menos.

Compré comida china en un drive-thru de camino a su trabajo. Moría del hambre y estaba segura de que él también, así que compré su opción favorita. De todos modos, solo pedíamos a domicilio una vez a la semana y, en casa de Eskander, había estado comiendo sopas y yogur. Habría perdido peso en vez de ayudar a Eskander a ganarlo.

La clínica psiquiátrica, en forma de L, tenía dos plantas. Aparqué en la calle, pegada al bordillo de la acera. Las hojas secas de otoño se habían desprendido de los árboles; ahora pintaban el cemento y el asfalto de colores brillantes. Hacían juego con los ladrillos rojos del edificio contiguo a la clínica.

Ya me conocían en la clínica. Me dijeron que seguía en consulta, así que resolví esperar frente a su puerta.

Su consultorio hacía esquina en el pasillo, con paredes de cristal del lado derecho, que daban al jardín interno. Había unos asientos frente a las cristaleras, flanqueados por plantas cuyo nombre yo desconocía, pero no me senté. Desde esa posición, veía la consulta de Damon, pues una de las paredes era de cristal.

Dado que se trataba de un área infantil, aseguraban la seguridad de los niños con un ojo de buey en la puerta y por lo menos una pared de cristal, que precisamente daba al jardín.

Su consulta no parecía una oficina médica, sino una guardería: las paredes eran de colores, había una alfombra de espuma de fichas de puzzle en el suelo y cajas de juguetes en uno de los armarios. Sobre el escritorio, estaba su peluche, que llevaba a todas partes dentro de su mochila. Casi siempre los trataba mientras los niños dibujaban.

Como psiquiatra, lo único que hacía era colocarse una bata blanca con su nombre en una placa sobre su ropa normal. Lo veía de espaldas, frente al escritorio, donde la niña dibujaba. Se llamaba Emily King, tenía doce años y había recibido un golpe en la parte trasera de su cabeza cuando tenía dos meses; no procesaba la culpa ni la empatía, y Damon había estado trabajando con ella todo el año para ayudarla a hacer amigos.

Su sesión con Emily finalizó en cinco minutos y, cuando Damon la acompañó a la puerta y abrió, me vio.

Yo ignoré a Emily por error, porque encontrarme frente a la alta silueta de Damon después de tanto tiempo, con su cabello oscuro recogido, uno de sus jerséis negros puestos y jeans desteñidos, me aceleró los latidos.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora