15 | Condescendiente

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Fui al partido del domingo sola.

Después de que Damon soltara que ya había sido lastimado antes, me quedé en pausa y la campana resonó hasta penetrarme los oídos.

Damon giró la cabeza, entendió que el receso había terminado y anunció que iría a clase. Tendría neonatología; yo me dirigiría al aula de nutrición. La forma en que lo dijo, como si hubiera sufrido y no precisamente por ser amable, envió escalofríos que me recorrieron la columna vertebral tan rápido que me asusté.

No tuve tiempo de preguntarle a qué se refería ni volvimos a tocar el tema.

Yo no quería otro hombre roto en mi vida. No quería lidiar con los problemas y traumas de nadie más. Los chicos tienden a escudarse en su pasado para justificar su comportamiento presente. La diferencia, aunque me negué a verla en ese momento, era que Damon iba a terapia, lidiaba con sus sentimientos sin molestar a los demás y discutía solo cuando algo no le parecía justo.

Jamás habría imaginado que él también estuviese roto.

De todos modos, no tenía por qué importarme. Damon no me importaba.

Era un chico, al fin y al cabo. O al menos, a eso quería aferrarme.

Pero al día siguiente, en el comedor, volvió a pedirme permiso para sentarse conmigo, y también el miércoles, y el resto de la semana. El miércoles, cuando se detuvo junto a mi mesa y me preguntó, torcí la cabeza para juzgar sus motivos.

—¿De verdad quieres sentarte conmigo? —reiteré—. ¿Y tus amigos?

Damon, con las manos resguardadas en el bolsillo de su sudadera, encogió un hombro.

—Solo hablamos en clase —murmuró—. No sé si cuenten como amigos.

Resoplé para disimular que, solo quizá, no me molestaba tanto que quisiera acompañarme durante el almuerzo. Por tanto, le indiqué que podía sentarse y Damon se acomodó frente a mí. No quería presionarlo, pero me acordaba de mi hermano cada vez que lo veía sin nada que comer, de modo que le ofrecí mi barrita de cereal.

—Sé que no te gusta comer —le dije, sosteniéndole la mirada—, pero no te estoy juzgando. Nadie lo hace. Todos estamos demasiado preocupados por nosotros mismos como para fijarnos en lo que come alguien más.

Casi con miedo, Damon sonrió levemente y sus ojos negros se achicaron.

—No me da miedo que me juzguen —me confesó; había roto la envoltura de la barrita para sostenerla de un solo extremo—. Creo que... es incómodo.

Aunque sonreía, su voz no expresaba nada. O tal vez lo decía con esa débil sonrisa para disimular el esfuerzo que le costaba verbalizar lo que en realidad pensaba.

—¿Comer? —repetí.

—Me avergüenza.

Una de mis cejas se elevó sin permiso.

—Pero... es una necesidad —respondí como si fuese evidente.

—A veces preferiría que no lo fuese.

—¿Es solo porque es un lugar público? —inquirí mientras él partía la barrita para llevarse un trozo pequeño a la boca—. ¿O siempre te has sentido así?

No pretendía presionarlo, pero no pude evitar preguntar. Si sentía vergüenza, culpa, ansiedad, tristeza o miedo, entonces no era un psicópata. Y si lo admitía sin expresarlo, o con una de sus tímidas sonrisas, entonces significaba que reprimía sus emociones, no que no las tuviera. No entendía por qué hacía eso si se suponía que iba a terapia.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora