29 | Lo que cuesta decir te quiero

3.6K 384 326
                                    

Presiento que este capítulo les va a gustar mucho

A Damon le estaba yendo bien.

Era el hombre más preparado que conocía. Se levantaba a las cinco de la mañana para irse con Abel al hospital alrededor de las seis y cuarto; había estado trabajando con niños desde que había llegado y, por lo visto, su preceptor no estaba mal. Tenía dos descansos desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, cuando regresaban a casa.

Por lo que me contaba, recogían los informes nocturnos por la mañana y luego revisaban a cada uno de los pacientes asignados. Hablaban con los niños, se peleaban con las compañías de seguros médicos, daban el alta a unos e ingresaban a otros, y hacían consultas.

—Los padres son peores que los niños —me dijo una vez—. Puedo soportar que un niño haga berrinche, pero no que un padre me falte al respeto.

Damon documentaba todo lo que hacía durante sus descansos para ahorrarse el trabajo cuando llegaba a casa: les llevaba fórmulas a los bebés, cambiaba pijamas, bebía café, administraba pastillas, ponía vacunas y tomaba muestras de sangre de los adolescentes para sus análisis.

Y con todo, tenía tiempo de encargar comida a las ocho de la mañana y pasar a dejar una nota en mi bolsa para que yo la recibiese en el mostrador antes de firmar mi salida.

Creí que nunca nos encontraríamos durante la preceptoría, aunque trabajásemos en el mismo hospital, pero de repente coincidimos en el pasillo de parto y maternidad.

Después de tres meses de turno nocturno, me habían pasado al turno matutino.

Y cuando lo vi de pie frente a las cristaleras de la sala de incubadoras, con las manos en los bolsillos, en ese uniforme azul oscuro que revelaba su brazos y las deportivas blancas, se me volcó el corazón en el pecho. Se veía demasiado bien, especialmente cuando se ataba el cabello oscuro.

Giró la cabeza y, al verme, sonrió.

—¿Te movieron de planta? —me preguntó.

Asentí.

—No sabía que a ti también.

—Supongo que te vas a encargar de las madres.

—Y tú de los recién nacidos.

Damon dijo que sí. Perdía la vista entre las incubadoras, como si le rompiera el corazón ver a los niños prematuros o conectados a respiradores artificiales. Tragó con fuerza y me dijo que no quería encariñarse demasiado, porque no era tan fuerte.

—Quería ser pediatra por los niños —murmuró—, para tener la fuerza que ellos no tienen, pero no puedo.

Parada a su lado, quité la mirada de los bebés para observarlo a él.

—¿Ha pasado algo?

Damon negó con la cabeza.

—Quiero adoptar —dijo, y tragó saliva antes de explicarse—: Bueno, sabes que siempre voy a defender a los niños. Y cuando veo cuántos bebés son dados en adopción, o abandonados, o cuántos niños vienen acompañados por tutores... No sé, ¿para qué tendría hijos si ya hay niños ahí fuera que necesitan padres?

Hice una mueca.

—Una vez me dijiste que no querías ser padre.

Damon, de pie frente a la cristalera, no se inmutó. Una capa vidriosa, de un rojizo oxidado, protegía sus ojos.

—Porque no sabía lo que significaba. Pero creo que es muy parecido a lo que hago ahora.

Acaricié su brazo del hombro hasta el codo con cariño, porque veía su pecho inflarse y sabía que en cualquier momento lloraría. Y con tal de lograr que sonriera, le dije que me había tocado ver tantos partos que ya no quería tener hijos.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora