13 | Demasiado tarde

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Mallory, una de las amigas de Zane, me llamó el jueves a las dos de la madrugada.

Me dijo que Zane había bebido demasiado y que se negaba a abandonar el bar con ellos, así que me pidió que fuera a recogerlo. Me deslicé fuera de la cama, me puse unos jeans y una sudadera negra, agarré mi impermeable y me até las botas, y bajé a la calle. Tardé en despertarme para responder a la llamada, pero la idea de que Zane estuviese deambulando bebido por las frías calles de Londres de madrugada disparó todos mis sentidos.

Odiaba conducir de noche. Solo había tenido que hacerlo un par de veces desde que tenía coche, porque lo evadía a toda costa. Me daba miedo no reaccionar a tiempo, sufrir un accidente, cambiar mal de carril o no ver si algo se atravesaba en la carretera. Además, era de madrugada y me aterraba la idea de ser asaltada.

No obstante, por Zane, recorrí el camino más seguro en dirección al bar al que solíamos ir todos los viernes cuando estábamos en Bachillerato. Las carreteras quedaban desiertas a esa hora; solo resonaban mis pensamientos contra la capa de ozono. Las estrellas, puntos brillantes en el cielo negro, profundo como el fondo del mar, no me guiaban a ningún lado. De no haber estado pensando en Zane, habría sentido al universo hablarme.

Salí de Norwood Road y bajé la avenida, en dirección al Támesis. No tenía buenos recuerdos allí.

—Zane, por Dios, ¿cómo han podido dejarte solo?

Para variar, no le encontré dentro del bar. Estaba fuera, en la parte trasera, donde apilaban las bolsas de basura en contenedores enormes, revolcado en la suciedad de su propio vómito.

Lo agarré del brazo para enderezarlo y él se apartó con rabia.

—¡No me toques!

Había vomitado de tanto que había bebido y, probablemente, también había estado sufriendo espasmos. Además, estaba drogado.

Se sentó como pudo contra la pared de ladrillo del callejón, a unos metros de la puerta trasera del bar. La calle apestaba tanto que creí que me intoxicaría los pulmones si me quedaba allí cinco minutos más.

—Déjame llevarte a casa —le pedí—. No estás bien, Zane.

—¿Qué te importa cómo esté?

me importa —insistí entre dientes, y tuve miedo de que se me quebrara la voz; hincada a su lado, uní mis manos para no acariciarle el hombro y que se alejara más de mí.

Su camiseta estaba empapada de alcohol; el cabello se le había pegado a la frente, como si se hubiese mojado la cabeza en el baño, y por los hilos de lágrimas que se secaban en sus mejillas, deduje que había estado llorando.

—Nunca te habías puesto tan mal.

—Es por tu culpa —masculló.

Quiso decir algo más, pero las arcadas lo interrumpieron y vomitó otra vez.

No pude soportarlo.

Me puse de pie y, agarrándolo de los brazos, intenté levantarlo y echármelo sobre el pecho. Me dolía verlo así.

—Te juro que no estoy llorando.

—Me importa una mierda si lloras o no —repuse.

Lo arrastré a duras penas hasta mi coche, aparcado al frente de la acera. No sé cómo logré meterlo, pero cayó sentado en el asiento de copiloto, a la derecha, y justo antes de cerrar la puerta, cuando lo vi plegar los párpados, recostado contra el asiento, entendí que yo no era la persona correcta para él.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora