33 | Los diez años que faltaban

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Comencé a hiperventilar. Tenía los ojos llenos de lágrimas, de pánico y de horror, porque no esperaba que me confesara eso. Pero Damon ni siquiera me miraba a los ojos. De hecho, estaba más pálido que yo.

—De diecinueve puñaladas.

Quise hacerle mil preguntas y ninguna me salió del fondo de la garganta. Me ardían los pulmones de la compresión.

Para estudiar enfermería, había llegado a desarrollar cierto nivel de sadismo que me permitía estar cerca de personas heridas sin sentirme enferma. También mi padre nos había contado tantas historias que vivió, que soportaba casi cualquier cosa sin inquietarme.

—Y durante dos meses —masculló, débil— tuve que bañarme... sabiendo que en la ducha de al lado estaba el cuerpo. Olía horrible.

Me habló de la presión que había sentido en el pecho todos esos días porque había un cadáver en descomposición al otro lado de la mampara y veía la silueta borrosa.

Era Damon, mi Damon, el chico que durante dos años había estudiado conmigo, el que amaba a los niños y el deporte, que trataba a mi hermano y a mi madre como suyos, y que sufría ataques de pánico cuando veía demasiada gente en un solo lugar.

—Sé que fueron muchas puñaladas —murmuró, casi con vergüenza; se le habían enrojecido los labios—, pero abusó de mí tres años, Virginia. No pude soportarlo. Intentó violarme otra vez y... tuve tanto miedo de que sobreviviera que...

—¿Nadie se dio cuenta?

Sus ojos negros brillaban, no supe si por la rabia o por el temor. Y yo no tenía ni idea de cómo sentirme al respecto. ¿Cómo se supone que debía reaccionar ante semejante declaración?

—Mataban a muchas personas —susurró, monótono—. Si te digo todo lo que he hecho, me vas a odiar más de lo que me has querido.

—Quiero saberlo todo —insistí—. Quiero saber qué hiciste, y qué te hicieron, y quién es Eskander y...

—A Eskander lo secuestraron —murmuró— de una organización de trata infantil.

Pegada a la pared, mis mejillas se hundieron. Quería ser fuerte y soportar toda la información, porque en mi cabeza, los puntos comenzaban a unirse. Y no me gustaba el cuadro que se estaba formando.

—¿Qué? ¿Para qué os secuestraban?

Damon encogió los hombros.

—Para eso —murmuró—: para torturar, y descuartizar, y doblegar la voluntad... Para ser sicarios.

—¿Qué cojones, Damon?

Probablemente, todos los recuerdos se estaban detonando en su mente y pronto empezaría a disociar. Cada vez, él se inclinaba más sobre su cuerpo, sacando los hombros para protegerse el torso de algún modo, como si no quisiera parecer tan alto para no intimidarme. De hecho, sus pies comenzaban a resbalarse.

Pero yo no sentía los órganos.

—No entiendo nada. ¿Estos son los diez años de tu vida que me faltan? ¿Estás hablando de cuando lo arruinaste?

—Sí.

—No.

Damon no podía ser un sicario.

De los millones de hombres que había en todo el país, ¿cómo había ido a parar él a mi casa, a mi vida? ¿Cómo superaba esto? Teníamos planes de un futuro. ¿Qué se suponía que hacía yo ahora?

Damon resopló con fuerza. Vi sus músculos relajarse, y su cuerpo empujarse contra la puerta para no caer. De repente, estaba tan débil como yo.

Sacó una mano de detrás de su espalda para acariciarse el pecho y el cuello, como si le molestara la camiseta, pero en realidad le quedaba holgada.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora