07 | Los ensayos

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Nos vimos más veces en la biblioteca de lo que planeaba.

El martes, cuando llegué para escribir mi ensayo en el ordenador e imprimirlo, descubrí que Damon ya se había sentado en la misma mesa que ocupamos el día anterior para nuestro supuesto grupo de estudio.

Sarah ya había organizado a un grupo en una de las mesas cerca de las estanterías del ventanal; también Austin tenía un grupo al fondo. Pero Damon, metido en una sudadera negra de capucha gris, jugaba a enredarse un mechón de cabello en un dedo mientras perdía la mirada en sus papeles. Era realmente molesto de ver, porque parecía un niño.

Me detuve a respirar hondo antes de acercarme.

—¿Qué haces en mi sitio? —mascullé, seca, y logré que él alzara los ojos negros hacia mí.

Se me volcó el corazón en el pecho. No supe si me estaba leyendo el alma o absorbiendo mi escasa energía positiva, pero la forma en que endurecía el rostro me inquietó.

—Guardé tu sitio—musitó—, aunque creo que nadie más se quiso sentar porque somos los delegados.

Eso tenía sentido.

Con una mueca de asco, me dejé caer en la silla frente a Damon, soltando mi libro de historia sobre la mesa, una vez dejé mi bandolera en el suelo, junto a la pata.

—Tengo trabajo —farfullé—. No puedo perderlo en nuestras estúpidas reuniones.

—¿Te gustaría que te ayude?

Incrédula, lo miré.

No contraía los músculos al hablar ni entonaba sus frases. Además, me irritaba que se mordiese los labios compulsivamente.

—¿Crees que las mujeres siempre necesitamos ayuda? —protesté, árida.

—No, pero parece que tú sí —soltó Damon cuidadosamente—. Puedo redactarlo para que tardes menos.

Podría haber contemplado la posibilidad, pero mi orgullo era más fuerte.

—No, gracias. ¿Por qué confiaría en alguien que necesita que edite sus ensayos?

Damon no contestó. Me observó agarrar sus papeles y leerlo.

Trataba el tema de los efectos perjudiciales de ciertos químicos en el cuerpo humano. Para mi sorpresa, no escribía tan mal como había creído.

Los hombres no suelen ser buenos en gramática ni redacción, pero Damon solo tenía problemas en la puntuación. Alternaba entre comas, puntos y comas, y puntos sin orden ni lógica. Rara vez acertaba. Tampoco era yo la persona más instruida, pero había aprendido algo sobre puntuación en mi vida gracias a la poesía.

Encerré los errores en círculos y le devolví su página y media.

—No está mal para haber sido escrito por un hombre.

Damon recogió sus papeles de mi mano.

—¿Lo dices solo para que te deje en paz?

Fruncí el ceño.

—No, idiota. Ya puedes irte, tengo trabajo.

—Gracias, Virginia.

Casi se me congeló la sangre en las venas cuando pronunció mi nombre.

Creía que no se lo sabía.

No me molesté en contestar. Me dirigí al ordenador sin despedirme porque no creí que a él le importara. No supe cuándo se fue, ni tampoco me interesaba.

Pero no imaginé que lo vería al día siguiente, y el jueves también, en el mismo sitio.

Aunque el miércoles me senté en otra mesa, tratando de ignorar su presencia pero analizando cada uno de sus movimientos, el jueves decidí sentarme con él.

Damon #3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora