CAPÍTULO 33

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Pero la flecha no pudo hacer nada, y rebotó en aquel pie cubierto de armadura ósea. Uno que cayó como el plomo sobre la pequeña y risueña Lalah, convirtiéndola en una mota de polvo y sangre.

—¡Nooo! —estalló de ira el centauro.

Emprendió el galope hacia aquel monstruo, lanzando una flecha tras otra. Todas hacían aspavientos al impacto con aquella piel dura como la roca. Pero qué más daba ya. No se detuvo.

De la nada aparecieron Bondo y Rino y la tierra tembló con el placaje; lograron derribar a aquella bestia. Y cuando Cerión alcanzó los restos de Lalah, las lágrimas en aquel rostro duro y orgulloso brotaron sin remedio, como nunca lo habían hecho en su vida. Nunca.

Mostrando los dientes tras unos labios retraídos, alcanzó aquella esquirla afilada de luntanhia que descansaba junto al cuerpo de Lalah, agarró un hilo y cambió con destreza la punta de una de sus flechas. Una que levantó en su arco ya tenso. Una que apuntó directo a donde debía.

El Quebrantahuesos se levantó furioso, sacudiendo los brazos, mandando al olvido a los dos mastodontes que se le habían echado encima. Y cuando clavó su mirada en aquel centauro, sintió la flecha. La más certera de todas, atravesando su ojo hasta el cráneo, haciendo saltar un reguero de sangre oscura.

Después todo fueron cenizas y hedor, desvanecidos al aire frente a un centauro que temblaba por sus lamentos. Lamentos que siguió derramando al posar de nuevo la mirada en su vieja amiga.

Samantha vio caer el fuego, los rayos, el cuerpo de Jhon allí tirado en la tierra. El hombretón estaba perdiendo demasiada sangre. Y trató de que nada de aquello lo hiriera. Entonces vio aparecer a aquel alma humana, agarrándolo en sus brazos primitivos, arrastrándolo a un lugar seguro tras las líneas de batalla justo antes de lanzarle una mirada triste y volver a luchar junto al resto.

—Gracias... —murmuró la hechicera.

«Realmente, este podría haber sido un ejército de lo más temible», pensó Sam viendo luchar con garras y dientes a todas aquellas criaturas de la naturaleza.

Los diablos, que ya menguaban en número ante el poder de aquellas almas imparables, comenzaron a rodear a Madelane, formando un escudo a su alrededor. Un escudo que no detuvo a cierta pantera que se materializó entre todos ellos, rugiendo, lanzando un zarpazo, cercenando los dedos de Madelane cayendo con ellos al suelo el maldito anillo. La reliquia prohibida de los dioses.

Entonces, la ira de Madelane estalló fuera de sí, desesperada, con la mente dispersa en la mera intención de destruirlo todo. Si no podía hacerse con aquella arma, no dejaría que existiera. Y un conjuro que hizo temblar a Samantha comenzó a tomar forma en los labios de la gran hechicera.

—No... —exhaló Samantha, mirando a todas partes, pensando tan rápido como pudo.

Pero no fue lo suficiente.

Con gesto brusco de sus brazos, Madelane lanzó un extraño amalgama de conjuros que tomó la forma de una esfera luminiscente frente a ella. Una que voló endiabladamente veloz contra la base del gran árbol, y que antes de que Sam pudiera invocar un portal para hacerlo desaparecer, impactó y estalló con un sin fin de destellos y llamaradas.

Los animales totémicos saltaron por los aires, ardieron como ramas en una hoguera. El alma totémica de la que fue su montura, aquella hermosa yegua, relinchó a la carrera impregnada en fulgurantes llamas hasta desplomarse inerte contra el suelo. Los cuerpos de Jhon y Cerión volaron hasta caer rodando y desperdigados, con el fuego agarrado también a sus cuerpos. Y por supuesto, la explosión la lanzó también a ella por los aires, haciendo que chocase con crudeza contra el firme, haciéndola rodar como un amasijo de brazos y piernas, golpeando su cabeza contra la gruesa raíz que detuvo su avance.

SAMANTHA y la reliquia prohibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora