XI. Los verdes

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Cuando Saera salió corriendo del salón del trono y Helaena fue detrás, Aemond no supo como reaccionar. No quería que la joven se marchase, por supuesto, pero se sentía confuso con todo lo que pasaba por su cabeza. Su abuelo indicó a su madre que era hora de salir y él fue detrás.

- Madre, ¿por qué no deseas que me case con Saera? - preguntó mientras miraba las decoraciones de las paredes como si el asunto careciera de importancia.

- Porque no pienso dejar que te cases con una hija de Rhaenyra de la misma forma que hace años me negué de que su hijo Jacaerys se casase con Helaena. Me niego a que nazca un vástago entre ambas familias.

- Opino que estás muy equivocada Alicent. - volvió a inmiscuirse Otto en el asunto - Lo mejor es mantener un reino calmado. Rhaenyra será la futura reina bajo los ojos de su majestad, y nosotros deseamos que sea Aegon quien se siente en el trono. Todo esto podría arreglarse al unificar las familias.

- Pensad lo que queráis, pero Aemond, te casaras con la hija de quien elija cuando sea necesario. Además. - se giró y la palma de su mano acabó fuertemente en la mejilla de su hijo. - Espero no volverte a ver follándote a esa zorra. ¿Has entendido? No quiero que la vuelvas a tocar, imagínate que llegas a dejarla en estado. Pediré que le envíen Té de la Luna. - Aemond ni siquiera se llevó la mano a la zona dolorida, simplemente se quedó mirando hacia un lado.

- Por supuesto madre. Aun así no podría, se va a ir.

- Sí, se va a ir porque una doncella estúpida le contó a Rhaenyra que teníamos a Saera y ahora se nos va a ir a la mierda el plan de coronar a tu hermano.

- Solo nos queda confiar en el pueblo, y que deseen que un hombre sea rey en vez de que sea una mujer quien les de órdenes.- dijo Otto.

Sin despedirse Aemond subió a su habitación. Miró tras una ventana del pasillo que daba al enorme árbol donde su hermana y la doncella solían estar y vio a ambas. Saera estaba destrozada y entendió que su hermana también. No tenía poder suficiente para hacer que se quede. Entró a su habitación y se sentó en la cama.

- Con lo bien que estaba antes de haberla conocido...- se echó hacia atrás y cerró los ojos, y entonces, se le ocurrió. Se levantó rápidamente y salió del castillo sin que nadie le viese, directo a Pozo Dragón.

Entró con permiso de los guardianes y se adentró con cuidado en la cueva. Miró hacia los lados y no encontraba el huevo blanco del que se encandiló Saera. Se agachó y apartó piedras pero nada. Hasta que escuchó un pequeño gruñido, como si alguien quisiese echarlo de la cueva. Se adentró con cuidado, apoyando la mano en una de las paredes y ahí estaba Dreamfyre el dragón de su hermana. Bajó la mirada y tenía una nueva nidada a su alrededor, pero miró y el huevo blanco no estaba por ningún lado.

- ¡Joder! - pegó un puñetazo a la pared, frustrado por no poder realizar lo único que se le había ocurrido para que Saera pudiese llevarse parte de aquí a Rocadragón. - Ni siquiera sé por que mierdas estoy haciendo esto, al final Aegon iba a tener razón y no puedo sacarme a esa maldita chica de la cabeza. - se sentó en el suelo apoyado en una piedra y miró hacia arriba. - Ni siquiera tenía pensado besarla o ponerme sobre ella y menos lo que pasó después. Y ahora solo quiero volver a ese maldito momento. - pegó otro puñetazo pero esta vez al suelo y se levantó, y en el momento que iba a salir de la puerta lo vio, el huevo blanco, pero esta vez no estaba solo, estaba junto a dos huevos más. Se agachó a recogerlo y Dreamfyre se levantó.

- ¡Lykirī! - por alguna razón Dreamfyre no le dejaba llevarse este huevo. - ¡Māzis Vhagar! - llamó a su dragón, y mientras entretenía al otro consiguió escapar.

LA DONCELLA | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora