Mi rutina esos días era bastante clara. Acudía a clases en la mañana y me pasaba la tarde en casa, estudiando o matando el rato jugando videojuegos. Hacía todo lo posible por ignorar como me sentía y que los demás no se dieran cuenta. De vez en cuando, si los chicos tenían algún plan, salía con ellos e intentaba divertirme. Lo lograba, la mayoría de las veces, pero cuando llegaba a casa después, sentía como un balde de agua fría me empapaba desde la cabeza hasta los pies. El dolor que me atenazaba se volvía peor.

     Todo el mundo tenía una visión muy errónea de quién era yo. Me veían como alguien muy sociable, siempre amable y alegre, pero yo no me sentía así en absoluto. Era, sobre todo, un impostor. Pero me dediqué a representar mi papel por mucho tiempo.

     Así fue como salí con varias personas e hice el papel del buen novio, hasta que advertía que sólo era un papel y que no tenía interés en ninguno de ellos en particular.

     Pensarás que soy un hijo de puta y está bien si lo piensas. Intenté no lastimarlos a propósito, pero al final siempre terminaba con ellos porque no le encontraba ningún interés a nuestra relación. Si bien alguna de las personas con las que salí eran increíbles, interesantes y suscitaban cierto cariño en mí, no llegaron nunca hasta el fondo de mi corazón y nunca pude mostrarles mi verdadero yo.

     Mostrarme vulnerable era mi miedo más grande.

     Así que me sentí como un idiota la próxima vez que te vi, sentado en el parque, admirando las flores.

     Hace rato que yo estaba allí, flotando en el mar de mis ideas, cuando llegaste y te sentaste sin más. Te observé largo rato y esperé a que alguien viniera en tu encuentro. Pero tomaste unas fotos y te levantaste para irte.

     ¿Habías ido allí sólo por eso o te habían dejado plantado? Como lucías satisfecho, me decanté por la primera opción. ¿Quién hacía algo así?

     «Este tipo está peor que yo», pensé.

     Pero, ¿qué era estar peor que yo? Yo también estaba allí sin hacer nada. Me detuve de camino a casa porque ese día me sentía particularmente mal. Había despertado así y no pude sacarme de encima la sensación de estar ahogándome en toda la mañana. Así que pensé en ir al parque a distraerme aunque sea sólo un poco.

     ¿Quién era yo para juzgarte, cuando tú parecías complacido con solo mirar las flores y tomar un par de fotografías, mientras yo me lamentaba de mi suerte como un poseso?

     Que patético.

     Te vi listo para irte y un impulso misterioso me llevó a decir:

     –Los lirios son hermosos, ¿no es así?

     No quería que te fueras. Era agradable poder centrar mi atención en algo más que en mis pensamientos y, si tú te ibas, me quedaría a solas con ellos de nuevo.

     Murmuraste un y me miraste con extrañeza.

     «Ahora debe pensar que estoy loco o drogado».

      Quise aclararme, decir algo que no te diera esa impresión de mí, pero a veces, cuando buscamos aclarar, oscurecemos. Me pareció que, si agregaba algo, empeoraría todo. Sólo podía rezar porque te olvidaras del asunto.

     No quería que te fueras, pero no tenía razones para detenerte.

     Así que observé tu espalda alejarse.

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