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     En primavera, tu madre comentó que pintarían la casa, así que me aparecí ese mismo fin de semana para ayudarlos. Tú estabas sorprendido y ella insistió en que no era necesaria la ayuda. Parecía realmente avergonzada. Sabía lo que se sentía querer hacer las cosas por uno mismo y no querer molestar a otros, así que le sonreí de forma descuidada.

     –Los techos son altos y es más rápido y sencillo que yo haga el trabajo. En serio, no es una molestia.

     Como no parecía convencida, agregué:

     –Pueden pagarme con el almuerzo y la cena.

     Se dio por vencida, pero sólo porque le recordaste que al otro día tenía turno en el hospital y que estaría muy cansada.

     Sacamos los muebles menos pesados hacia afuera, cubrimos los pesados y el piso de nylon, y nos dividimos los sectores. Yo me encargué de pintar los techos y las zonas superiores de las paredes. Tú te dabas prisa para pintar todo el resto de la pared y le indicabas a tu madre los trabajos menos pesados. No me sorprendía que la cuidaras tanto, ni que fueras tan metódico a pesar de la rapidez.

     Pronto la sala y la cocina estuvieron prontas. El baño, debido a los azulejos, fue muy rápido de pintar y sólo requirió que yo me metiera allí.

      La hora del almuerzo llegó y, mientras tu madre aprontaba una comida ligera para los tres, tú y yo subimos a tu habitación para comenzar a pintar.

     Estaba sobre la escalera, con el brazo estirado y el pincel produciéndome cayos allí donde lo sujetaba, cuando preguntaste:

     –¿Cómo sabes cuando te gusta alguien?

     El sudor me cubría todo el cuerpo y el rostro, así que fingí secarme la frente, mientras mi estómago sufría un vuelco.

     –¿Por qué? –me reí para sacarle hierro al asunto–. ¿Crees que te gusta alguien?

     Te miré. No me devolviste la mirada, simplemente te encogiste de hombros y seguiste con tu tarea.

     –Quizá.

     –¿Quién? –la pregunta salió disparada de forma repentina y brusca.

     Te reíste, un poco nervioso o incómodo, no sabría decir.

      –¿Qué importa? En realidad sólo es curiosidad.

     –Hmm.

     –¿Entonces?

      Elevaste esos enormes ojos de cervatillo que tenías, esperando por una respuesta.

      Seguí pintando para evitar que vieras cómo me sonrojaba.

      –No soy un experto –me defendí–. Supongo que lo sabes cuando no dejas de pensar en esa persona incluso en las situaciones menos convenientes; y quieres pasar todo el tiempo del mundo a su lado, a pesar de que se hayan visto hace sólo cinco minutos. Actitudes o rasgos de personalidad que no te gustan en otros, se los puedes perdonar. Incluso si no es tu tipo ideal, te parece increíble y atractiva. Comienzas a preguntarte qué concepción tendrá de ti, si le gusta pasar tanto tiempo contigo como a ti. Empiezas a fantasear con tener más contacto físico, si esas cosas te van. Y un montón de cosas más.

     No contestaste.

     Cuando bajé los ojos hacia ti una vez más, me estabas mirando. Sumamente sonrojado, debo agregar. Para no sonrojarme también e ignorar el golpeteo en mi pecho, amplié una sonrisa burlona.

     –¿Qué? ¿Te hice recordar a alguien?

     Frunciste el ceño e hiciste un mohín. Al hacerlo, tu labio inferior sobresalió y mi sonrisa creció.

     –Cállate –mascullaste.

     –Vamos –estiré la mano para sacudirte el cabello–. ¿Quién es? Dime. No le diré a nadie.

     A pesar de ello, esperaba con ansias que lo negaras.

     –Nadie.

      Bajé un escalón de la escalera y me incliné hacia ti. Nuestras cabezas estaban a centímetros y, desde la posición en la que me encontraba, tendría que moverme apenas para besarte la mejilla.

     –¿Es uno de los chicos?

     Alzaste una ceja.

     –¿Qué te hace pensar en eso?

     –Pasas mucho tiempo con nosotros. 

     Abriste la boca para contestar, pero el grito de tu madre anunciando la comida, te interrumpió.

     –¿A ti te gusta alguien? –inquiriste mientras intentábamos dejar lo más ordenado posible para retomar después de comer.

     Te di una sonrisa malvada.

     –Quizá.

     Rodaste los ojos de forma teatral. Te encaminaste hasta la puerta.

     –¿No te interesa saber quién es? –pregunté de forma capciosa.

     En el umbral de la puerta, ladeaste la cabeza hacia mí.

      –¿Debería?

     Eras cruel, Marc. ¿Cómo podías tener una expresión tan estoica al hacerme esa pregunta?

     Retomaste tu rumbo y yo me pregunté si la sonrisa divertida en tus labios era mi imaginación. 

SingularityDonde viven las historias. Descúbrelo ahora