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—Así que los viste besándose en la cafetería? —preguntó Roberto.

—Sí —contestó Jason.

Caminaban hacia sus casas, por las carreteras más solitarias del barrio.

—Y no que no te importaba? —preguntó Roberto.

—Tan solo te estoy contando, nada más —respondió Jason.

Escucharon pasos que se acercaban trotando detrás de ellos. Cuando voltearon, allí venían Agustín, César y el chico moreno con mirada de fiera. Corrieron hasta alcanzar a Roberto y Jason.

—Qué pasa? —inquirió Roberto, con aire amenazador, dispuesto a defenderse de cualquier agresión.

César apoyó su mano en el hombro de Agustín y preguntó con la mayor seriedad posible:

—Estás seguro de esto?

Agustín bramó un sí, enérgico, y se abalanzó sobre Jason, propinándole un fuerte golpe en la cabeza con una roca que llevaba oculta en la mano, sin darle tiempo de reaccionar. Roberto se dispuso a defenderse, pero el chico moreno se abalanzó sobre él y le propinó un fuerte golpe en la cabeza con otra roca.

Ambos adolescentes cayeron al suelo, inconscientes. Agustín y sus amigos se encargaron de arrastrarlos a una esquina de la calle, en donde tenían un viejo auto estacionado. Metieron a ambos en la cajuela lo más rápido posible, rellenando sus bocas con trapos y mordazas. Agustín tomó el volante y condujo erráticamente a través de las calles en mal estado. Avanzó varias cuadras, se desvió un par de veces, hasta llegar a una zona un tanto alejada. Era la casa de Agustín, una vivienda que se caía a pedazos, rodeada de tallos de plátanos, y un vecindario con carreteras pedregosas. Ya eran las siete de la noche y no había nadie por aquellos sitios, así que no hubo testigos que vieran el momento exacto en el que Agustín, César y un adolescente de tez morena arrastraban un par de cuerpos hacia el interior de una vieja casa.

Ni los padres de Jason ni los de Roberto tuvieron noticias de sus hijos aquel día.

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