capitulo 1

101 8 0
                                    


En octubre del año 2000 trabajaba en el área de prensa de la entonces llamada Red Privada de Comunicación, el Canal 13. Un día cargado de noticias, la producción del noticiero recibió una llamada desde Nueva York. Era el señor Eusebio, un trabajador del canal que migró en busca de fortuna hacía ya un año aproximadamente. Quería saludar a sus más cercanos excompañeros y comentarles las maravillas financieras que brindaba el país del Norte. Siempre que el señor Eusebio se comunicaba, todo el canal se conmovía. Los comentarios sobre esa llamada duraban todo el día. La razón era por las descripciones que hacía, pues, según él, cada vez estaba mejor económicamente y ya hasta había podido llevar a su esposa y a su hija pequeña.
Esa vez nació en mí el deseo de probar suerte, tratar de alcanzar el sueño americano del que tantas veces escuché hablar. Lo veía como una buena alternativa para dar a mi familia un mejor futuro, y así empecé a soñar con terminar mi casa, tener un lindo auto, en fin, empecé a proyectar una vida de lujos. Lo conversé con mi esposa Ana y juntos tomamos la decisión de que abandonaría el 4º año de la carrera de ingeniería en informática que estaba cursando y que me aventuraría en busca de oportunidades. En ese entonces tenía yo 25 años y con mi esposa estábamos criando a dos hijos pequeños y una en camino.
Muy pronto, comencé a averiguar cómo podría llegar a Estados Unidos. Me tomó meses reunir todos los detalles necesarios, pero el esfuerzo dio sus frutos. Me llegó una información que decía que los ciudadanos argentinos —yo lo soy— contábamos en ese momento con la visa llamada Waiver, una autorización para ingresar a ese país sin pasar por la embajada para solicitarla. Cuando supe eso, me puse en campaña para renovar mis documentos argentinos. Viajé un par de veces a Buenos Aires para las gestiones. Ya de nuevo en Lambaré, donde residía, me propuse buscar contactos que me pudieran dar alojamiento una vez que me estableciera en los Estados Unidos; los conseguí mediante un compañero del canal que tenía doble nacionalidad, estadounidense y paraguaya.
Conseguir todos los documentos fue una odisea, pero esos trámites se hicieron más llevaderos por los permisos laborales que me otorgó mi jefe para encarar las diligencias. Recién cuando tuviera todo en orden le confirmaría a él que migraría a los Estados Unidos; todavía me faltaba el dinero, así que cuando lograra reunirlo renunciaría a mi puesto para emprender el viaje.
Con Ana accedimos a un préstamo para la compra de los pasajes. Solo faltaba el voucher turístico, que consistía en 1.000 dólares en efectivo, y una reserva de hotel que debía tener para ingresar al país.
Mi jefe, muy generoso, me dio como ayuda la suma de 1.000.000 de guaraníes. Por su parte, la directora de recursos humanos me convocó a reunión para avisarme que me iban a compensar con 1.000 dólares por los servicios prestados a la empresa. «Es un premio por tu buen desempeño en los 4 años que trabajaste con nosotros», me explicó. El monto no fue una mera coincidencia. Ella sabía, por medio de mi jefe, la cantidad que necesitaba para cumplir mi meta.
Unos días después me despedí de mis compañeros de trabajo con mucha gratitud por todo lo que hicieron por mí. La jefa de recursos humanos me entregó una mención de honor y el cheque por 1.000 dólares. Me desearon lo mejor, no sin antes dejarme claro que las puertas del canal estaban abiertas para mí si decidía volver con ellos.
Ya en casa, empecé un proceso un tanto diferente de despedida con mi familia, mi esposa e hijos. En mí había mucho miedo, más ansiedad, esperanza y felicidad por toneladas. Esa mezcla extraña reinaba en mi interior, bullía desde lo más profundo hasta calarme los huesos. Estaba a punto de recorrer un universo muy diferente al que entonces había conocido, y la incertidumbre ante lo que pudiera pasar más adelante siempre genera una sensación de gran despliegue de adrenalina.
Ese adiós en el aeropuerto fue muy emotivo, hubo lágrimas de por medio, abrazos interminables, deseos de que todo me fuera bien y oraciones en silencio. Lo más duro fue separarme de mi hija mayor, Thania, a quien amo con locura.
En esa ocasión, mi padre me apartó un segundo y colocó en el bolsillo de mi camisa un pedazo de papel.
—Es el nombre, la dirección y el teléfono de una amiga que vive allá. Por cualquier cosa, cuando llegás, llamale—. Sentí su abrazo último como un calor que me retornó a la infancia. Su mirada clemente y límpida fue lo último que llevé antes de cruzar la puerta de embarque.
Abordé el vuelo los últimos días de abril del año 2001. Con el corazón atravesado por diferentes emociones, comencé esa travesía que duró casi siete años.

Memorias de un migrante Donde viven las historias. Descúbrelo ahora