Capitulo 20

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Conseguimos un departamento unas calles más abajo en el 432 Shasta St., en la misma ciudad de Manchester. No era la gran cosa, pero era lo único disponible al precio que podíamos pagar. Nos mudamos en invierno. La Navidad llegaba, se sentía como un nuevo comienzo al ver caer la nieve. Habíamos comprado un arbolito para decorarlo con guirnaldas y bolas de plástico de colores. Pasamos una buena Navidad, pero el año nuevo vino con mucho déficit.
Cuando entró la primavera, los trabajos ya empezaban a escasear, así que yo pasaba más tiempo en casa, y Wally menos tiempo por su trabajo. Igual tratamos de recuperar nuestra relación, avanzábamos un paso y retrocedíamos dos. Probamos con lo que en ese momento estaba muy de moda, las fantasías sexuales, un día completo estuvimos en la cama teniendo sexo fantaseando hacer tríos, nombrábamos a personas en el acto sexual, funcionó, pero con los días se fue apagando de nuevo el fuego. De no tener qué hacer por el desempleo, me pasaba fumando marihuana todo el día, encerrado en mi habitación. Para las hijas de Wally, que su mamá y yo fumáramos era normal, en EE.UU. es como fumar cigarrillos; es más, el fumar cigarrillos se ve con malos ojos por los efectos dañinos, así pasaba mis días viendo las noticias en canales latinos donde se hablaba mucho de inmigración.
En el año 2006 en el Congreso de los EE.UU. empezó el debate sobre el proyecto de la ley que pretendía legalizar a más de doce millones de inmigrantes indocumentados; seguí ese debate con vivo interés. Como yo estaba en ese grupo me quedaba pegado al televisor viendo el desarrollo del debate que duró un mes aproximadamente.
Antes, durante y meses después la persecución por parte de las autoridades ya fuera policía local, policía estatal y ni qué decir oficiales de migración, todos estos con sentimientos racistas, tenían carta blanca para la cacería de inmigrantes. Se convirtió en algo muy estresante para mí al punto de que no quería salir ni para ir al supermercado, no quería que me atrapasen porque mi deseo era acceder a la residencia si se aprobaba esa ley. En la misma normativa había ciertos requisitos para acceder a la legalización y uno de ellos era haber entrado en una fecha determinada, no haber cumplido tiempo en la cárcel, es decir, ser buenos ciudadanos y otras varias condiciones.
En mi caso particular no cumplía con el requisito de la fecha de ingreso a EE.UU. Estaba tan esperanzado de que se aprobaría esa ley que se me ocurrió la «brillante» idea de borrar la evidencia de la fecha de mis entradas al país quemando las hojas de mi pasaporte… ¡una gran estupidez de mi parte! Terminó el debate por ese año y todo quedó en la nada. Tocaba seguir buscando trabajo. Lo bueno para mí fue que a esas alturas del año ya había terminado de pagar la hipoteca de la casa de mi padre en Paraguay.
Wally y yo cada vez estábamos más distanciados, discutíamos mucho. Una noche ella empezó a beber y tomó tanto que se puso agresiva, me insultaba, se burlaba de mí, pero yo no le hacía caso, no contestaba a sus provocaciones ni le decía siquiera una palabra porque a mí me convenía que ella se pusiera de esa manera, yo sabía que había una ley que protegía a inmigrantes indocumentados víctimas de violencia doméstica. A las víctimas se les otorgaba la residencia automática para permanecer en EE.UU. y testificar contra el victimario. Yo solo esperaba que ella me golpeara para activar ese beneficio, pero en esa oportunidad no pasó nada, aunque rompió una ventana arrojando una botella de cerveza, y luego llamó al 911 para denunciarme.
Me preparé para que cuando llegase la policía y me viera relajado y tranquilo, yo no había bebido ni una gota de alcohol; me senté en el sofá de la sala, ella se sentó en el comedor por donde entraría la policía. Cuando los agentes se hicieron presente, ella abrió la puerta y lo primero que hizo, de tan ebria que estaba, fue burlarse de ellos diciéndoles que «¡en esta casa no tenemos donas!». Eso para ellos es de lo más ofensivo, pero hicieron oídos sordos a lo que les dijo.
Pasaron junto a mí, me preguntaron si estaba bien y qué pasó. Les conté que mi esposa estaba teniendo un comportamiento muy agresivo y les enseñé la ventana rota por la que arrojó la botella. Lo injusto fue que no levantaron ningún acta, no hicieron ningún informe, no le arrestaron y me pidieron a mí que me fuera de la casa hasta que ella se tranquilizara. Me esperaron a que subiera todas mis cosas a mi camioneta y tuve que salir a buscar una habitación para alquilar. Tantos nuevos comienzos en esta relación ya me estaban hartando, ya sentía mucha rabia, pero el objetivo de llegar a obtener la Green Card me mantenía enfocado.
Días después, Wally me pidió que regresase a casa, se disculpó, volví sabiendo que esas agresiones iban a continuar, entonces aproveché la situación para decirle que quería cambiar mi camioneta, si bien yo era el que pagaba la cuota de mi vehículo necesitaba de sus documentos para entregar mi camioneta y retirar el que a mí me gustaba. Mi camioneta era una Ford Ranger, cabina plus del año 1998, y no tenía suficiente espacio para llevar al personal, si bien el trabajo escaseaba por ese tiempo; cuando salía uno eran obras grandes y necesitaba llevar más personal. Ella aceptó, fuimos a cambiar la camioneta y traje una Ford F150 del año 1999, doble cabina, súper espaciosa por dentro, una preciosura de cuatro ruedas. Para ese entonces, a principios del año 2007, también se trató la ley de amnistía en el Congreso de los EE.UU., pero también quedó en la nada, agonizando todavía más mis anhelos de permanencia legítima. De esa forma solo quedaba una manera de acceder a la Green Card y era siendo víctima de violencia doméstica.
Para seguir con mi trabajo, contraté personal de nacionalidad salvadoreña, y como dije antes, estas eran personas muy especiales; tenían una forma de comunicarse entre sí, cuando querían hablar de alguien que estaba presente decían «aquel» o «aquella». Yo siempre prestaba mucha atención cuando ellos hablaban durante el viaje rumbo al trabajo, durante el trabajo y de venida, y notaba patrones de conversación que me iba aprendiendo. Poco y nada intervenía en sus conversaciones, solo cuando me incluían. Hubo una vez en que uno de ellos empezó a contar lo que pasó en la casa de alguien y decía así:
—En la casa de aquel una noche estaba fulanito comiéndole a su mujer (aquella), de repente en pleno acto, cuando más duro le estaba dando a aquella en el sofá, aquel sale de su cuarto que queda ahí nomás al lado de su sala, parecía que caminaba dormido, aquella le dice a aquel que vuelva a la habitación, que ya enseguida ella iba, el fulanito le pregunta a aquella por qué aquel no se dio cuenta de lo que estaban haciendo. Aquella le dice que cada vez que ella le va a llevar a alguien a su casa le hace dormir con pastillas para que no se diera cuenta de nada.
Yo al escuchar eso me quedé impactado. Hasta ese momento ni me imaginaba quién podía haber sido aquel hombre, y quedó en el aire esa historia de la que más adelante con el tiempo sabría de quién se trataba. Así siguieron hablando sobre personas que no llegaba yo a identificar, hasta que en una de esas conversaciones que tenían en la cabina de mi camioneta durante el viaje de regreso a Manchester, me sentí aludido e increpé a la persona que estaba hablando. Le dije que si tenía algo que decirme que me lo dijera de frente y que no me hiciera escuchar en su jerga, pues yo ya entendía cómo hablaban y a mí no me importaba de dónde provenían, ni si son de la mara salvadoreña.
—Yo les trato con respeto, les doy trabajo y nunca me quedé debiéndoles a ustedes dinero de su salario, de la misma forma exijo respeto —concluí.
El joven trató de resolver diciendo que no era de mí de quien hablaba.
—Yo no soy ningún tonto —exclamé—, por algo estoy donde estoy y por algo soy el jefe y ustedes mis empleados.
El joven se disculpó y dijo que no se volvería a repetir. Desde ese momento busqué personas de otras nacionalidades para contratar.

Memorias de un migrante Donde viven las historias. Descúbrelo ahora