El lunes temprano me trasladaron junto con otros reos a la Corte para imposición de medidas. Al llegar vi que Wally estaba en el pasillo esperándome. Pidió hablar conmigo y la dejaron. Como siempre me pidió disculpas y me dijo que el juez me impondría una fianza.
—Saca el dinero del banco y paga para que pueda salir, después hablamos —le dije. Estaba esperanzado porque iba a salir a la calle de nuevo.
En la audiencia ante el juez, me leyeron los cargos y me declaré «no culpable» en todos ellos. El juez fijó 1.000 dólares de fianza y una fecha para la siguiente audiencia. Me llevaron a la celda de la Corte para esperar mi liberación. Los demás reos ya iban siendo liberados uno a uno y me quedé solo. Empezaba a angustiarme cuando se acercó un alguacil que me hizo firmar un documento por mi liberación. La fianza ya estaba cubierta. Seguí esperando, pasaba el tiempo y no me liberaban. De nuevo me preocupé, ¿que estaría pasando? «Ojalá que no sean los de Migraciones», me dije.
Y dicho y hecho. No acababa de apagarse esa preocupación cuando de nuevo entró un alguacil, me volvió a esposar y me entregó en custodia a los agentes de Migraciones. Ellos me llevaron a una oficina en el centro de Manchester para interrogarme y tomar todos mis datos. Me preguntaron por dónde había ingresado, yo hice como que no recordaba ya. Me mostraron unas fotografías de una cámara de circuito cerrado de la oficina de Migraciones en Laredo, Texas.
—La persona de la foto se hacía llamar Pedro Rodríguez, ¿eres tú?
—¡No, no soy yo!
—Bueno, lo encerraremos un mes hasta que diga la verdad —le dijo el oficial a su compañero.
—¡Está bien, sí soy yo!
—Cuéntanos cómo cruzaste la frontera y si te deportaron aquella vez cómo es que estas aquí.
Ahí les conté toda la historia y lo dejaron asentado en un breve documento oficial que adjunto al final del texto, donde figuran fechas y cantidad de veces que ingresé a EE.UU., como así también las veces que estuve en custodia de la policía y las que fui deportado. Le solicitaron a Wally mis documentos originales.
Una vez terminada la entrevista me trasladaron a una cárcel del condado de Cumberland, en el estado de Maine, donde pasé una de las peores humillaciones de mi vida sin ser un delincuente. Una de las políticas de la cárcel era la revisión completa de los reos recién llegados. Los oficiales hicieron que me sacara toda la ropa y revisaron todas mis cavidades y se burlaban de mí al punto de la vejación y más por ser yo un hispano. El racismo en esa época se encendió por culpa del proyecto de ley que pretendía legalizar a doce millones de indocumentados.
Me tuvieron una semana en una celda pequeña junto a otros reos que también enfrentarían el proceso de deportación. Era una celda provisoria mientras se ganaba espacio con la población mayor de la cárcel. De ahí nos dividieron en distintos pabellones, me entregaron una canasta de plástico que contenía con un par de jabones, un champú, un par de remeras y pantalones de color blanco, eran los uniformes para reos y se diferenciaban dependiendo la gravedad del delito que cometiste y/o porque aun estás esperando sentencia del juez.
Al ingresar a mi pabellón entré con una actitud desafiante y miraba a los ojos a quien me observaba y con un gesto como diciendo «¿qué carajos miras?». Lo hacía como mecanismo de defensa, para avisar que fuera lo que fuera que pasase me defendería. No teníamos noticias de nada del exterior, nada sobre nuestras respectivas. Y así pasaban los días.
Conocí a dos brasileños muy jóvenes, un salvadoreño y un hondureño, este último no paraba de hablar de su hijo recién nacido y de su esposa. El pobre hombre a medida que pasaban los días era devorado por la ansiedad, porque no sabía nada de su familia. Yo no entendía por qué tanta desesperación por comunicarse con su familia y hablé con él. Ahí me contó su historia. Él era muy maltratador con su esposa y un día le llegó a pegar tan duro porque creyó que su primo tenía algo con ella y temía que seguramente ahora ella estaba con él. Entonces comprendí que era la culpa lo estaba matando. Él solo quería pedirle perdón a su esposa por todo lo malo que hizo estando con ella, pero no consiguió comunicarse porque su número ya estaba inactivo. Intentó mucho hasta que lastimosamente perdió la razón. Eso fue una gran lección sobre cuán fuerte y frágil a la vez es la mente humana. Este ejemplo reafirma ese dicho que dice que la cordura y la locura están unidas por una fina hebra de hilo.
También conocí a personas de Puerto Rico y de República Dominicana, que estaban esperando condena por narcotráfico. Ahí encontré también a un dominicano del barrio donde yo vivía en Manchester; este muchacho tenía una agencia de envío de dinero y encomiendas y estaba ahí por narcotráfico.
Pasó otra semana, yo no sabía nada de mi caso ni de Wally. Ya me estaba impacientando por estar encerrado tanto tiempo al punto que, en un juego de dominó con unos dominicanos y un mexicano, este último me dijo algo en forma de burla que no me gustó, porque ya venía buscándome la vuelta para que reaccionara y en ese juego lo hice. Me le paré en frente y lo empujé.
—Tú no me conoces, deja de meterte conmigo porque yo soy un loco, y no voy a dudar para clavarte con lo que tenga a la mano.
Ese fue un santo remedio. Me gané el respeto de todos ahí. Un día, ya cansado de esperar noticias, los que estábamos esperando por la deportación nos unimos e iniciamos una huelga de hambre. Le comunicamos al celador de nuestro pabellón el porqué de la decisión y lo que exigíamos, que era que el procurador o fiscal en asuntos migratorios se comunicase con nosotros para darnos razón de nuestro caso. El celador dijo que no hiciéramos eso porque podíamos enfermar, pero decidimos continuar con la medida. Es una sensación horrible tener hambre, pero la incertidumbre se sentía igual de feo.
Pasaron tres días y nos llamaron para hablar con el procurador, quien dijo que los primeros días de la siguiente semana supuestamente ya teníamos audiencia en la Corte de Inmigración. Volvimos a probar bocado. Era un doble alivio saber que se estaba moviendo nuestro caso y salir de esa huelga.
Un par de días antes de la audiencia nos movilizaron para el traslado a la cárcel de ICE en Boston Massachusetts. Viajamos por más de una hora desde la ciudad Portland en el estado de Maine a Boston, en un vehículo de la prisión. Al llegar a mi nuevo hogar temporal, pasé por el mismo proceso de admisión de la otra cárcel. Era realmente humillante. Estuve un día entero en un calabozo esperando reubicación en algún pabellón; esa cárcel era diferente, consistía en un edificio de diez pisos y cada piso era un pabellón, no sabía cuántos pisos eran celdas ni cuántos eran oficinas administrativas. Lo que sí supe era que había dos clases de reos, unos con uniforme blanco y otros con uniforme naranja, para diferenciar si el tipo de delito por el cual está uno ahí era grave o leve. El color blanco que me tocó a mí era por delitos leves. Estábamos separados por pisos. Los de uniforme naranja estaban en otros pisos. En esa cárcel todo era más relajado para los de uniforme blanco.
Me asignaron una celda junto a otros siete reos; entre ellos había un colombiano, dominicanos, mexicano, costarricense, guatemalteco, salvadoreño, un gigante que era de Turquía, todos eran buena gente. La mayoría de estas personas estaban peleando su caso para permanecer en los EE.UU. Uno de ellos ya llevaba nueve meses encerrado en ese lugar, era el que comandaba todo el pabellón. Le decían «Capital». Mis conversaciones con estas personas tenían el fin de sacar la mayor cantidad de información de cómo regresar a EE.UU. una vez que fuera deportado. Creía que podía haber otra manera aparte de cruzar por el desierto de México, cosa que quería evitar porque en el pasado me había escapado de un cartel mexicano que me tuvo cautivo porque no tenía cómo pagar el cruce de frontera, así que debía buscar otra manera si es que había, porque mi deseo era volver en caso de que me deportaran, que era lo más probable que sucediese. Estaba enamorado de EE.UU. y quería volver a toda costa.
Transcurrieron los días y no había noticias de la audiencia. Al principio de mi estadía en esa cárcel era todo tranquilo, pero no dejé de tener conflicto por diferencias con otro reo. Creo que yo era un imán para atraer problemas, siempre había alguien a quien no le caía bien y yo no era de callarme, jamás lo hice, nunca me achiqué ante nadie y en parte se lo debo a mis padres que me hicieron de espíritu fuerte con sus ejemplos y regaños.
En esta prisión la ración de comida era muy poca, yo sentía mucha hambre, veía que los demás siempre tenían mercaderías. Cada uno de ellos las guardaba con recelo por que todo tenía un costo. En todas las cáceles hay una cantina que es de la prisión; se accedía a las mercaderías mediante un depósito de dinero externo a la cárcel de parte de los familiares de cada reo, pero como yo no tenía a quién pedirle que me depositase dinero, me tenía que aguantar el hambre, pero decidí ir un poco más allá del hambre y el orgullo y aposté a que si hacia tal o cual cosa, recibiría comida extra.
Observé que los demás reclusos, cada vez que terminaban de comer su parte, dejaban los cubiertos sucios amontonados en un lavamanos que estaba en la celda que ocupábamos. Busqué en otras celdas quién me podía prestar esponja y jabón, y calladito me puse a lavar todos los cubiertos. Los dos primeros días no tuve ninguna reacción de los compañeros, pero al tercer día uno hizo un comentario positivo de mi acción y a partir de ahí todos pagaban mi servicio invitándome de su comida. Una vez más, logré lo que me propuse.
Le escribía cartas a Wally para saber de ella y le pedí que me visitara cuando pudiera. Los días de visita eran todo un festival. Los muchachos se ponían felices porque era una forma de estar en contacto con su familia, hasta que por fin me tocó a mí. Mis compañeros de celda me consiguieron uniforme nuevo, zapatos nuevos para recibir a la que en ese momento era mi mujer, todo lo malo que pase con ella en ese momento ya lo había soltado solo quería reiniciar. Me llamaron por el altavoz, pasé a la sala de espera y luego a la de visitas. Había muchas mesitas individuales. Primero entrábamos los reos y esperábamos. Uno a uno iban ingresando los familiares, buscando a quienes venían a visitar. Era algo emocionante y a la vez angustioso.
Cuando por fin vi a Wally, se acercó, nos abrazamos, aunque eso estaba prohibido. Un oficial nos llamó la atención, pero se sonrió después. Era un buen hombre. Nos sentamos y hablamos. Como siempre, ella me pidió perdón por todo, me dijo que mi familia de Paraguay se contactó con ella porque hacía semanas que no llamaba después de haberlo hecho todos los días. Ella les explicó lo que estaba pasando conmigo y que me iban a deportar, pero no sabían cuándo exactamente. También les contó que ese día de la audiencia en la Corte de Manchester, ella pagó la fianza para que yo saliera. Aquella vez, cuando me iban a liberar, llegaron los agentes de inmigración preguntando por mí, trajeron una orden judicial para ponerme en custodia y así iniciar un proceso de deportación. Por primera vez en semanas estaba por escuchar lo que sucedió con ella después de haber pagado la fianza. Cuando Wally escuchó eso se derrumbó, salió de ahí desesperada sin saber qué hacer, estaba desorientada, sin rumbo, no supo cómo llegó a la casa, cayó en depresión y hasta tuvo un accidente en su trabajo. Se abrió una herida en la mano.
También me comentó que llamó a mi jefe para comentarle que me deportarían. Él se puso a disposición por si necesitaba de alguna carta de recomendación dirigida al Gobierno de los EE.UU., que no dudara en pedírselo, y en caso de que no se pueda detener la expulsión, que el día que volviera las puertas de su empresa estaría abierta para mí.
Me dijo también Wally que sus hijas preguntaban mucho por mí, sobre todo, Blanca. En ese punto yo sabía si ella tenía conocimiento de lo que había pasado entre nosotros. Solo le seguí la corriente, porque necesitaba que Wally siguiera en contacto con mi familia en Paraguay. Le propuse entonces mudarse conmigo a Argentina cuando todo esto terminase, para mí era una forma de no soltar la posibilidad de que algún día pudiese acceder a la residencia permanente y no perder el contacto con Blanca; también lo hice para que a través de ella mi familia se enterara del día y el lugar exacto de la deportación. Si lo actuaba de otra manera, Wally podía cortar toda comunicación con Paraguay. Ella aceptó y llegó la hora de la despedida. Ninguno de los dos lo sabíamos, pero esa sería la última vez que nos veríamos. Volví a mi celda, los compañeros me recibieron muy ansiosos queriendo saber cómo me fue y les comenté a grandes rasgos lo conversado con Wally.
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Memorias de un migrante
MaceraReseña de "Memorias de un Migrante" por * Marco Antonio Salinas Memorias de un Migrante" es una obra que trasciende fronteras y toca el corazón de quienes han soñado con una vida mejor. Marco Antonio Salinas nos lleva de la mano por un recorrido í...