Capitulo 2

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Desembarqué en el JFK de Nueva York sin ningún inconveniente. En el área de Migraciones, una oficial me tomó los datos, revisó mi pasaporte detalladamente y me hizo las preguntas de rigor; para mi asombro fueron hechas en español.
—¿Cuáles son los motivos de su viaje?
—Turismo.
—¿Quién le pagó el viaje?
—Mis padres. Es un regalo por haberme graduado de la universidad.
La funcionaria siguió preguntando.
—¿Qué estudió?
—Ingeniería en informática.
—¿Cuánto dinero trae?
—Mil dólares.
—¿Por cuánto tiempo se va a quedar?
—Por cinco días.
—¿Dónde piensa alojarse?
—En un hotel.
La oficial de Migraciones llamó al hotel que le mencioné para verificar si tenía una reserva a mi nombre. Yo estaba muy relajado porque le di a entender que estaba ahí solo de vacaciones. Miré con disimulo a mi alrededor. Vi hombres con traje ejecutivo lo mismo que con bermudas. Mujeres con distintas fisonomías. Rostros que hablaban de que ese sitio era un crisol de culturas en tránsito. Cuántas historias se entrecruzan en un aeropuerto como ese, cuántos sueños, cuántas pasiones que mueven a los humanos.
—Todo en orden —escuché—. Bienvenido a los Estados Unidos de Norteamérica.
Yo no hablaba nada de inglés, pequeño detalle que no tuve muy en cuenta. Antes de salir de Paraguay llamé al señor Hugo, que era el contacto que me facilitó mi compañero de trabajo y sería quien me recibiría, para avisarle la hora en que llegaría mi vuelo. Quedamos de acuerdo en que pasaría por mí al aeropuerto.
Una vez terminadas las diligencias en Migraciones, me puse a averiguar cómo hacer una llamada. Con señas universales traté de hacerme entender a un hombre de mediana edad sobre mi necesidad de marcar un número y le mostré el papelito donde tenía apuntado el dato. Me acompañó gentilmente a comprar una tarjeta telefónica por 50 dólares. Yo no sabía que eso era demasiado dinero para una sola llamada, pero ahí estaba ya con el único deseo de contactarme con Hugo, dirigiéndome a una cabina pública en la que fue suficiente una moneda de 25 centavos para hablar por tres minutos. El señor me ayudó a usar la tarjeta para marcar el número de mi contacto; no hubo retorno en los sucesivos cuatro intentos.
Empezaba a perder la serenidad cuando me acordé del contacto que mi papá me había dado. Intentamos y a la primera oportunidad contestó una mujer. Ella dijo que estaba esperando mi comunicación y escuchar eso fue un verdadero alivio. Me indicó cómo llegar a su casa y traté de memorizar la dirección. Al cortar la llamada agradecí al hombre por su ayuda, con señas, obviamente, y como compensación por su tiempo le regalé la tarjeta que me había ayudado a adquirir. Solo después de unos minutos de distanciarme de él caí en cuenta de que estaba en Nueva York, metrópolis donde alrededor de tres millones de habitantes hablan español, según lo que había leído alguna vez.
Salí en busca de un taxi y al abordarlo asumí que podía comunicarme fácilmente con el conductor. Le dije la dirección que había memorizado, pero no lo pronunciaba en forma. El taxista entonces sacó de un bolsillo interno de su chaqueta un celular de última generación para la época y me pidió el número de mi contacto. La llamó y conversaron unos segundos. Así supo hasta dónde debía ir. Emprendimos el viaje y en el camino me envolvía una sensación increíble. Quedé admirado por la grandeza de esa ciudad que solo vi en el cine, el despliegue de tanta majestuosidad quedó grabado en mi retina para siempre.
Llegamos a destino y doña Mirta me recibió muy amablemente, ella era paraguaya y vivía ya hacía varios años en esa ciudad. Me ofreció un vaso de agua y algo para comer. Me dio permiso para usar su teléfono y avisar  a mi esposa que había llegado bien. Hablé con Ana muy entusiasmado y también con Thania, entonces de 4 años.
Finalmente, doña Mirta me ayudó a comunicarme con la persona que debía recibirme en el aeropuerto. Por fin atendió. Hugo se disculpó por no haber podido ir, así como habíamos quedado. Coordinó con doña Mirta los detalles del lugar donde me encontraba para buscarme. Unos veinte minutos más tarde, llegó Hugo. En ese momento conocí a quien del otro lado del teléfono amablemente me había ofrecido su ayuda para establecerme en ese país. Hugo era una persona sencilla con expresiones humildes, muy bromista, en síntesis, ¡un gran tipo! Bueno eso era lo que yo percibí a primera vista.
El primer día en Estados Unidos, Hugo me buscó un lugar donde quedarme mientras pudiera establecerme. Me habló de un par de amigos que alquilaban un sótano de una casa ubicada en el barrio Queens y quedaba a unos 500 metros del edificio donde él alquilaba un departamento en el que vivía con su esposa y sus dos hijas pequeñas. Dirigiéndome para allá me imaginaba un lugar húmedo, oscuro, sucio, pero cuando ingresé por la puerta de acceso independiente quedé mudo, asombrado, pues aquello era una pequeña mansión, sin luz del sol, pero con todas las comodidades y el espacio que se podía necesitar. Sus amigos eran ucranianos. Uno de ellos hablaba español; tenía un aspecto lúgubre que daba miedo porque parecía un mercenario. Pero a medida que conversaba con él y con el otro sujeto, me di cuenta de que eran personas agradables.
Me dieron un sillón reclinable donde pasar las noches. Un mes me quedé en ese lugar, allí conocí personas impresionantes de varias partes del mundo. Esa misma semana acordé trabajar con don Marcelo, proveniente de la ciudad de Caraguatay, en Paraguay, a quien conocí mediante contactos en la comunidad paraguaya que me había conseguido Hugo. Él conocía a mucha gente de distintos países y era todo un experto ya, debido al tiempo que llevaba viviendo ahí. Trabajaba en instalación de alfombras durante el día y en las noches hacía servicio de taxi limusina para ejecutivos.
Nueva York es una ciudad multicultural y puede llegar a ser una selva a la que hay que adaptarse para sobrevivir. Ahí conocí otra clase de paraguayos, una faceta que no le hacía honor al país, pues la envidia y el egocentrismo se amplifican al mil por ciento, pudiendo ellos ayudar y aconsejar cómo conseguir la residencia temporal o permanente en ese país, ocultaban esa información, creo yo que por temor a que uno fuera mejor que ellos o algo así. Me parecía inexplicable ese tipo de comportamiento, no en todos, pero sí en la mayoría de los paraguayos que conocí en Nueva York.
Me mantuve con el dinero que había llevado como viático esos primeros veinte días, porque trabajé en el rubro de la construcción al servicio de don Marcelo, pero no me pagó. Le reclamé porque los salarios en construcción se pagan semanalmente. Tuve que buscar otro trabajo para sobrevivir mientras tanto. Pasaron los días y de tanto insistirle en que cumpliera conmigo, en un tono cada vez más fuerte, finalmente después de dos semanas de insistencia ese señor me pago mis honorarios.
—Preparate, vamos a salir para que conozcas las noches de Nueva York —me dijo Hugo una vez que le conté que debía pasar por la casa del patrón para cobrar el dinero.
—¡Vamos! —contesté. Dimos unas vueltas por Manhattan un par de horas con su auto, hasta que me propuso:
—Te voy a llevar a un lugar que estoy seguro nunca viste.
—¡Nunca vi nada de aquí antes! —exclamé y reí. Continuamos hasta llegar a un local sobre la avenida Northern Boulevard.
Yo me sentía tan emocionado porque aquello era algo que jamás experimenté antes. Se trataba de un club nudista con el concepto de table dance. Quedé impactado por las luces, la música estridente, el flujo de hombres eufóricos y sobre todo la belleza de las mujeres que bailaban semidesnudas sobre una barra muy larga como una pasarela con tubos para que ejecutaran sus bailes sensuales. Observé cómo los muchachos colocaban billetes en los ligueros que ellas llevaban en las piernas. Compramos unas cervezas y empezamos a beber. El ambiente se ponía cada vez más emocionante y ya cuando estuvimos muy tomados, Hugo dijo:
—Llevemos a tres a un motel.
Le pregunté si hacer eso era seguro y me contestó que sí. ¡Hagámoslo pues! Me pidió que yo pagara por esa vez ya que al día siguiente me devolvería la mitad de lo gastado. Estuve de acuerdo; yo estaba muy agradecido con él por haberme recibido y haberme conseguido vivienda y trabajo. Incluso, asumí que no podía negarme y fuimos con las tres chicas que él eligió. Estuvimos en el hotel un par de horas.
En una de esas, ya en horas de la madrugada, sentí que casi tiraron abajo la puerta de la habitación y vi a dos hombres enormes, afroamericanos, que nos amenazaron con armas de fuego. Eran los proxenetas y nos reclamaron el pago por las chicas, a quienes se las llevaron semidesnudas. Hugo y yo quedamos pasmados. Cuando se retiraron los gorilas, salimos cabizbajos e hicimos silencio todo el camino.
Dos días después fui a la casa de Hugo para que me devolviera la mitad de lo que costó esa aventura. Cuando me dijo que no tenía dinero salí de ahí con un gran sentimiento de culpa. Había perdido 900 dólares esa noche. A partir de ahí empecé a buscar otro barrio donde vivir y perdí el contacto con él.
Al cabo de un tiempo me recuperé de esa experiencia, conocí gente nueva, salimos cada sábado, pero ya más juicioso. Fue una época de muchos descubrimientos, trabajando siempre en el rubro de la construcción. Un día, sin embargo, me picó el bichito de la nostalgia y después de dos meses y medio ya no me sentía a gusto en ningún lugar. Empecé a cuestionarme si realmente valía la pena lo que estaba haciendo, si no habría sido un precio muy alto el que pagué por llegar hasta ahí. Era una ironía terrible que por el bienestar de mi familia haya viajado tan lejos, cuando sentía que en el fondo lo importante era estar con ellos, no tanto ya el dinero. Este pensamiento empezó a propagarse en mí, invadiendo todo mi razonamiento y mis sentidos.
El mes de julio llegó con un sentimiento de infelicidad. No soportaba más, así que tomé la decisión de volver a Paraguay. El 27 de ese mes, sin pensar dos veces, compré el pasaje para viajar a la tarde siguiente, justo un día antes de cumplirse los 90 días que por ley podía permanecer en ese país. A esas alturas ya sabía moverme solo por la ciudad, muy pronto aprendí qué autobuses me llevarían donde quisiera ir. Las calles de Nueva York parecen una cuadrícula, así que con un pequeño mapa de la ahí todo el día esperando mi vuelo que salía a la tardecita. Recorrí maleta en mano las instalaciones del aeropuerto y eso me ayudó a pensar qué le diría a mi familia, qué excusa pondría, porque dejé mi trabajo en Lambaré, hice préstamos para poder costear mi ida a Estados Unidos. Pensaba cómo afrontaría esta situación.
No sabía que podía ir y volver si salía antes de los 90 días, que por ley podía permanecer ahí ese tiempo, hubiera ahorrado para ese viaje de visita y volver sin problemas. Pero no lo hice así, de tanto pensar qué pretextos darles al llegar, una vez abordado el avión, en mitad del vuelo se me ocurrió una historia. Diría que tuve un accidente laboral y que me encontraba incapacitado para continuar y que, así las cosas, no tenía cómo mantenerme en Estados Unidos y que por esa razón utilicé mis últimos recursos para regresar a Lambaré. Una semana antes, estaba acarreando aislante térmico para la construcción en proceso, con subidas y bajadas de una tremenda escalera, lo que me ocasionó un dolor muy fuerte en la rodilla derecha, al punto de que no podía caminar; entonces mi jefe me reclamó, me dijo que si no trabajaba no comía y menos si era indocumentado. Tomé esa experiencia para estructurar mi excusa.
Una vez en el aeropuerto de Luque, ya tenía bien pensado un plan. Tomé un taxi y le pedí al chofer que me llevara a un sanatorio privado con la esperanza de que me enyesaran la pierna. Al taxista le conté la historia que inventé para que me ayudara a hacer todo más creíble. Le comenté que podía perder mi trabajo, del cual me ausenté más tiempo de lo permitido, y me contestó que no habría problema si le pagaba bien por sus servicios. Ya teníamos un acuerdo.
Nos dirigimos a un sanatorio sobre la avenida España en la ciudad de Asunción. Pedí a la recepcionista consultar con un médico. Creía que con dinero todo era posible en Paraguay, incluso comprar la ética de los profesionales, entonces le conté al doctor la misma historia que escuchó el taxista y le pedí que me hiciera el procedimiento de rigor. El médico, muy profesional, se negó y me dio sus razones. Le comprendí y salí de ahí pensando qué otra cosa me era posible hacer.
Por el camino se me ocurrió comprar todos los insumos necesarios para enyesarme la pierna yo mismo. Paramos en una farmacia cerca de la terminal de ómnibus, le pedí al taxista que al llegar a mi casa me ayudara a bajar, yo simularía tener una fractura en la pierna, así procedimos y todo fue muy creíble. Me consumía la culpa por haber inventado lo del accidente, pero más me importaba estar ya en casa y que no había vuelta atrás. Valoré más la sensación de estar por fin con las personas que amaba.

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