Capitulo 7

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Estábamos listos para emprender el viaje, así que salimos de la casa en dos vehículos hasta un punto desolado. Caminamos. Nadie hablaba. Al cabo de unos minutos, llegamos a una valla de tres metros de altura, más o menos, trepamos lo más rápido que se pudo y seguimos la marcha.
Llegamos a otro lugar parecido, pero esa vez había dos vallas separadas por unos ocho metros. Las cruzamos, cada uno como se pudo. Nadie ayudaba a nadie en ese momento. Seguimos en silencio hasta que llegamos a la orilla del río Bravo, famoso porque se llevó la vida de muchos mojados. El coyote nos ordenó quedarnos «en calzones», hombres y mujeres por igual, y guardar en una bolsa las ropas para evitar que se mojaran. Por las noches el desierto es muy frío y con eso evitábamos enfermar en el trayecto. Todas las prendas que llevábamos eran puestas en una bolsa negra de plástico que venía con el kit de alimentos.
Ese día, para nuestra suerte, el río no estaba muy caudaloso por falta de lluvias. Para cruzar todos debíamos hacer una cadena humana pues si alguien resbalaba lo sostendríamos; esta acción tendría un efecto positivo en todos después, ya que fue una forma de romper el hielo, se empezó a crear un ambiente más fraternal entre todos. Podíamos hablar, pero debíamos hacerlo en voz baja para evitar ser escuchados a la distancia.
Logramos cruzar el río sin incidentes, escondidos en la maleza a la orilla ya del lado estadounidense. Procedimos a vestirnos de nuevo cuando caía la noche. Esperamos un tiempo prudencial porque pudieron habernos visto los agentes fronterizos, y recién nos movilizamos cuando el coyote dijo que ya era seguro continuar.
Esa primera noche caminamos hasta el amanecer. Las roderas en la arena me daban a entender que ese era el trayecto que utilizaban los agentes fronterizos para su patrulla en vehículos todo terreno.
Cuando empezó a clarear nos desviamos unos cien metros del camino rural para ocultarnos en la maleza y descansar sin peligro de que nos vieran los agentes.
—Traten de descansar, aprovechen para comer algo sin abusar, hidratarse y dormir, porque tenemos una larga noche de caminata por delante —recomendó el coyote.
Así lo hicimos, pero dormir resultaba un poco difícil por la horda de insectos que revoloteaban alrededor. A lo largo del día escuchábamos aviones a lo lejos y lo que parecía ser el sonido de helicópteros haciendo patrullaje por los alrededores. Nosotros, bien ocultos, no fuimos divisados. Llegó la tarde, empezaba a oscurecer y a la segunda noche volvimos al camino rural.
El hambre ya se hacía presente en esa situación. El guía nos dijo que podíamos comer algo mientras caminábamos. Ya más distendidos, empezamos a socializar. Yo me acerqué a tres personas que me daban la impresión de que eran familiares, conversé de a poco con las dos mujeres que no se separaban, siempre andando del brazo una de la otra. En voz bajita nos animamos a decir algunas palabras e intercambiar un poco de información sobre nuestros orígenes. Así corroboré que sí eran familia, un tío y dos sobrinas, ellas tendrían entre 23 y 25 años; por una de ellas, la más joven, muy bonita, desde el inicio del viaje tuve una especie de atracción, nos mirábamos más de lo normal desde la casa de donde salimos para el cruce.
Mientras seguíamos caminando compartimos un poco de comida. Supe que su nombre era Zaida. A cada paso la atracción se hacía más fuerte, al punto de que llegó a hablar más conmigo que con sus parientes. Su prima nos regaló un poco más de privacidad y se puso al lado de su tío, quedando Zaida y yo andando juntos. Para mí saberme acompañado era muy importante, ya no me sentía tan solo en esa travesía.
En mitad de la noche divisamos unas luces detrás de nosotros. Siempre mirábamos hacia todas las direcciones para anticipar la llegada de alguna patrulla. Esta venía a un kilómetro. El guía ordenó correr. Ganamos velocidad hacia el lado derecho del camino, lo hicimos tan rápido como pudimos. Llegamos a un punto donde había unas plantas parecidas al ficus, de media altura, me tiré sobre ellas como si me estuviera acosando una balacera y me arrojara sobre la barra de un bar para caer del otro lado y protegerme. Así de dramática fue la corrida.
Una vez en el suelo, el guía nos dijo que hiciéramos silencio y que no nos moviéramos. Estábamos pecho a tierra. Se acercó una camioneta. Era de la patrulla fronteriza, con la velocidad reducida alumbró toda el área alrededor de donde estábamos con un reflector muy potente. Supuse que vio la estampida polvorienta a lo lejos y ubicó el sitio donde estábamos. Rastrilló por unos eternos segundos y siguió su camino. Habrá pensado que se trataba de ganado de la zona.
En esa posición esperamos unos 45 minutos, sin movernos demasiado, apenas respirando. Ya cuando el peligro se había disipado aparentemente, reanudamos la marcha.
—¿Estás bien? ¿No te pasó nada? —pregunté a Zaida cuando la vi. Ella dijo que se lastimó un poco, pero que ya se repondría.
Por la madrugada, horas después de ese susto, cayó por unos minutos una lluvia muy copiosa que bastó para mojarnos hasta los huesos. Cuando paró, y como hacía frío, salimos del camino y entramos a unos matorrales que nos cubrían de la vista de la patrulla terrestre, no así de la aérea, ya que estábamos parcialmente a cielo abierto, despejado de nubes después del aguacero. La luz de la luna era brillante, al punto que se veía nítidamente a la persona que estaba cerca de uno. Como hacía mucho frío, y más porque nos habíamos mojado con la lluvia, el guía ordenó que hiciéramos fuego con ramas, pero rápido, como para calentar agua y apagar el fuego lo antes posible, así la luz y el humo no alertarían sobre nuestra presencia.
Zaida me pidió que la acompañara a unos metros separándonos del grupo porque quería cambiarse la ropa mojada.
—¿Estás segura? Porque está tu prima y tu tío, no quiero que piensen mal.
—Quiero que tú me acompañes —dijo ella—. Es que tengo miedo de que me aparezca algún animal salvaje.
Ella me pidió que la cubriese con una toalla y empezó a sacarse la ropa. Yo miraba para otro lado en ese momento, hasta que escuché que dijo:
—¿Me queda bien?
Volteé la cara y la vi en ropa interior. Quedé de piedra al ver su cuerpo armonioso. Ella cambió la pregunta.
—¿Te gusta cómo me queda?
—Sí, te queda muy bien —le respondí. Ella se acercó y me besó.
La envolví en la toalla porque no era apropiado dejarse arrastrar y llevar ese deseo a instancias mayores, entendía que no era el lugar ni el momento, pero a partir de ahí nos sentimos más unidos. Volvimos al grupo. Habían apagado el fuego y tomamos un poco de café caliente. Yo seguía mojado, pero ya no sentía tanto frío. Con lo que vi subió mi temperatura, más con el beso de Zaida.
Caminamos de nuevo y un poco antes del amanecer volvimos a apartarnos del sendero para ocultarnos y descansar entre los matorrales. Engullimos una ración de comida. Zaida y yo dormimos muy juntitos. Había mucha química entre ambos.
El segundo día pasó sin sobresaltos y esa noche debía ser la última de caminata. Transcurrieron las horas tranquilamente y otra vez nos detuvimos para descansar. Yo iba con Zaida, hablando de todo un poco. El grupo hacía zigzag por los matorrales. Había espacio para hacer eso. Observé que había ropas y zapatos inservibles tirados por el lugar donde pasábamos; a medida que avanzamos se hacía más frecuente visualizar esos elementos abandonados. Supuse que era un lugar de descanso común entre los grupos de migrantes.
Esa madrugada heló y entre los objetos abandonados encontramos una especie de carpa de color verde mate, muy grande, que estaba oculta. El guía dijo que podíamos descansar ahí y cubrirnos con ese material. Eso hicimos y nos ubicamos uno al lado de otro para entrar en calor. Zaida iba siempre a mi lado, su prima un poco más adelante y el tío como queriendo cubrir a las chicas. Las manos de Zaida bajo el cobertor hicieron fiesta sobre mi piel, empezamos a besarnos y de esa forma una caricia llevó a algo más profundo y terminamos teniendo un buen sexo con todas las limitantes que la situación imponía. Creo que nadie se dio cuenta porque no había silencio, la gente hablaba, el guía los callaba y en segundos volvía el murmullo, quiero creer que pasamos desapercibidos. Una vez aliviados ella y yo, nos quedamos dormidos.
Cuando amaneció del todo empezó el sol a calentar, anduvimos el último tramo y ya el grupo entero se quedó sin comida ni agua, entonces llegamos al punto de extracción y el guía sacó un celular que nadie sabía que traía, lo encendió y llamó a los que debían sacarnos del monte en un vehículo, pero nadie contestó. El guía empezó a impacientarse porque el grupo ya se estaba lamentando por la falta de provisiones. Un par de horas más tarde, la situación se hizo insostenible. Las personas con sed y hambre empezaban a ponerse de mal humor. El guía dijo en ese momento:
—Voy al pueblo a conseguir el vehículo y al chofer, pero necesitamos dinero para que nos saquen de aquí.
Yo le conté a Zaida en voz baja que traía dinero conmigo.
—¿Será que si le doy va a traer víveres y agua para todos?
—Es tu decisión —contestó—. Y me acerqué al guía para hacerle la propuesta.
—¿Cuánto crees que se necesite para comprar alimentos y agua para todos?
—Con 500 dólares creo que será suficiente.
—Eso es lo que tengo.
—Muy bien, al llegar a la casa de seguridad eso se tomará como parte del pago por el cruce.
—Ok, tenemos un trato—. Saqué el dinero de una parte oculta que tenía en mi ropa interior, había cosido una especie de bolsillito interno para que si alguien intentara robarme no encontrara esa parte.
Le entregué el dinero y salió a conseguir todo, vehículo, chofer y víveres. Nosotros aprovechamos para descansar. Al cabo de tres horas aproximadamente, el guía volvió con una mochila de tamaño considerable en la que traía lo necesario para diez personas. Pudimos alimentarnos e hidratarnos. Nos comunicó el hombre que al caer la noche pasarían a buscarnos para la extracción.
Nos quedamos con Zaida hablando de lo que iríamos a hacer cuando todo eso terminara. Ella dijo que con su hermana y su tío debían ir a Virginia, donde los esperaban parientes y trabajo. De mi parte le comenté que debía ir al norte hacia la frontera con Canadá. «Pero no quiero ir más a Virginia, ahora quiero ir contigo adonde vayas», dijo de repente. Le acaricié el rostro. «Me encantaría que pudiéramos hacer eso», continuó. No volvimos a hablar por largos minutos.

Memorias de un migrante Donde viven las historias. Descúbrelo ahora