Capitulo 9

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Al salir de ese lugar llamé a mi casa para comentarles que lo intenté y me deportaron, pero que iba a probar nuevamente. «No van a saber de mí por diez días, más o menos, así que no se preocupen», le dije a mi prima, que en ese momento estaba al cuidado de mis hijos, y corté la llamada. Fui en busca de El Chava, quería recuperar mi dinero a toda costa. Cuando lo encontré, le reclamé que nos habían abandonado al llegar. Le conté todo lo que pasó.
—Quiero de vuelta mi dinero.
—No debiste darle dinero, no puedo hacer nada más que devolverte tus documentos y darte la dirección de la casa del coyote, ahí encontrarás a su esposa, pídele a ella que te pague.
Llegué a la dirección que me dio El Chava, expliqué a la mujer quién era yo y cuánto dinero le di a su esposo. Ella no pudo hacer nada, su marido no volvía y era porque quedo detenido; ahí entendí que fue una mala decisión aquella. Consciente de que ese dinero estaba perdido, antes que desistir seguí caminando hacia adelante, esa misma tarde volví a la estación de autobús donde había despedido horas antes a Zaida, compré un boleto para Nogales, para intentar cruzar por ese lugar. Ese siempre fue mi plan B con respecto al cruce de la frontera, tuve decenas de planes A y B para cada situación que se presentara, es algo que caracteriza mi personalidad desde ese punto de mi vida, con tantas cosas que me pasaron.
Abordé el autobús rumbo a Monterrey donde debía conectar con otro para llegar a Nogales. Era casi medianoche cuando llegué a Monterrey. Quedé impresionado por lo linda que es esa ciudad, lo poco que pude ver, la estación de autobús es enorme, muy moderna para la época, se entiende porque es una estación para viajes nacionales e internacionales. Compré el pasaje y algunos snacks y jugos para el camino. Me costó un poco encontrar el lugar de embarque, pero llegué justo a tiempo para abordar.
Y emprendimos un viaje que duró toda la noche. Al amanecer me deslumbró una escenografía del género western, como aquel filme de Cantinflas tratando de cruzar la frontera, ese desierto, colinas muy altas; era mágico estar viviendo eso.
A las 9 de la mañana, más o menos, el autobús hizo una parada en medio de la ruta. «Retén, retén», decía la gente. Cuando vi asomarse una gorra militar por la puerta automáticamente me hice el dormido, pero profundo, con la cabeza completamente inclinada hacia adelante en una posición que dirían ¡este ya murió!, babeando por litros. Sin embargo, escuchaba todo lo que pasaba a mí alrededor. El oficial solo recorrió el pasillo sin pedir documentos, creo que estaban buscando a alguien en específico. Yo seguí haciéndome el dormido hasta que el vehículo se movió. Esperé a que se alejara lo suficiente y desperté. Resultó el simulacro.
Llegamos a Nogales, siempre dentro de México, y ya eran las diez de la noche cuando bajé del autobús en una parada a las afueras de la ciudad. Ese fue el lugar donde iba a conseguir alojamiento, según me dijo uno de los pasajeros del autobús cuando le pregunté al respecto. «En esos lugares te contactan con los coyotes». Al bajar en la ruta entré a un pequeño bar, o cantina, como le llaman, pregunté hacia qué dirección debía ir para encontrar hospedaje y me orientaron.

Salí a la búsqueda cuando eran más de las diez de la noche. Entré en una calle de tierra con paseo central natural, caminé unos 500 metros de la ruta, ya nadie andaba por las calles. En eso vi un hospedaje, pero no me generó confianza, entonces seguí caminando, y aproximadamente otros 500 metros al fondo de esa calle encontré otro hostal donde entré y pedí una habitación. El que atendía me miró fijamente y me preguntó de dónde era y cometí el error de decirle que de Argentina. Se asombró.
—¿Qué hace alguien de Argentina por estos lugares? No puedo alojarte porque me voy a meter en problemas con la policía, suelen venir a hacer revisiones de personas, lo siento, no puedo alojarte —repitió el señor.
Le supliqué, pero no me admitió, lo único que me quedaba por hacer en ese momento era volver sobre mis pasos al primer hospedaje. En el camino replanteé mi forma de pedir alojamiento y me puse en modo mexicano. Al llegar hablé solo lo necesario, tratando de emular la jerga y acento de ese lugar. Pagué 20 dólares por pasar la noche ahí.
Me encontré con una habitación enorme, con más de treinta camas litera y mucha gente. Como soy una persona que siempre estoy con el rostro muy serio, como enojado, ese semblante me ayudó mucho para que nadie se me acercara ni me hablara, a no ser que fuera imprescindible. No debía hablar con nadie, esas eran mis propias reglas para lugares peligrosos, como la frontera y las cárceles que conforman los circuitos de detención de personas indocumentadas en proceso de deportación.
Tomé mi lugar en la parte superior de una litera, acomodé mis cosas y me dispuse a dormir. Temprano en la mañana, a eso de las 7, me levanté, me di un baño antes de salir definitivamente de ahí. Le pregunté a alguien sobre quién pudiera ayudarme a cruzar, esa persona iba a una dirección que le dieron donde hacer el contacto con los coyotes y le pedí ir con él; dijo «vamos».
Llegamos al estacionamiento de un local comercial que tenía la apariencia de estar en alquiler. En el estacionamiento estaban los encargados de organizar el cruce, nos reunieron a todos los que llegamos a esa hora, nos organizaron en dos grupos de diez personas. Éramos de distintas procedencias: Guatemala, Honduras, El Salvador, México y Argentina, de entre 21 a 40 años. En un momento pude acercarme al jefe de los coyotes y le pregunté cuánto me costaría el cruce.
—Son 1.600 dólares hasta la casa donde debes llegar. Sin importar el estado al que quieres ir.
Hice cálculos mentales de cuánto me quedaba y encontré que solo tenía 700 dólares, pero estaba confiado porque antes de salir de Paraguay hablé por teléfono con mis compañeros de trabajo que estaban en el estado de Nueva Hampshire. Continuó diciendo el jefe de los coyotes:
—Cruzan la frontera y una vez en el punto de extracción se ocultan hasta que llegue el vehículo que los llevará hasta la casa de seguridad, ahí llamarán a su familia para que depositen el pago por el cruce.
Básicamente era el mismo procedimiento del primer cruce, la diferencia aquí era que caminaríamos tres días con sus noches, a diferencia de Nuevo Laredo, que caminamos solo de noche. Nos entregaron una bolsa negra con abundantes víveres enlatados y dos galones de agua, subimos a dos camionetas viejas en grupos diferentes, salimos del pueblito donde estábamos y nos adentramos en el desierto mexicano, polvoriento y ventoso, es increíble cómo se perciben allí las fuerzas naturales. Yo iba vestido con pantalón camuflado y una remera gris para mimetizar con la escasa vegetación, ropa que compré en Nuevo Laredo con la intención de, pasase lo que pasase, cruzar con éxito y si fuera necesario lo haría solo, sabía dónde estaba parado, sabía cómo orientarme, pues es muy fácil en Arizona; por las noches, las luces de la ciudad resplandecen el cielo a la distancia y hay colinas altas donde puedes subir y trazar una ruta. Con la luz del sol, sin embargo, todo es más temerario porque se hace más fácil descubrir a los caminantes.
Llegamos al punto sin retorno, bajamos de los vehículos y el guía empezó a caminar; poco pasó de un radiante mediodía. Los grupos se separaron, enfilamos por ángulos diferentes; uno siguió hacia la ciudad de Tucson, el mío en línea recta hacia Phoenix. Ese día sin problemas atravesamos espacios reducidos entre colinas, subimos, bajamos, circulamos entre malezas, en partes un poco tupidas, en partes no. Así pasaron los días. Llegó un punto en que nos quedamos sin agua todos, pero igual seguimos, descansando de tanto en tanto. Pronto debíamos llegar a un lugar donde según el guía había un tambo con agua potable, cuando por fin estuvimos ahí, para nuestra desdicha no había ni una gota.
El guía dijo:
—Busquen un cactus, el más grande posible.
Hallamos un par de ellos, el guía con una navaja abrió el cactus, sacó de dentro de la planta una especie de esponja natural que absorbe la humedad de las escasas lluvias y las almacena. Quedamos asombrados porque tenía agua fresca que exprimimos como pudimos. Algunos trozos de la esponja se metían a los bidones y el sabor era un poco fuerte, pero lo importante era que nos hidratamos para recuperar fuerzas y continuar la marcha.
El último día de patear el desierto, desde temprano, un señor empezó a quejarse de que ya le dolían las rodillas. Cada vez era peor. Por la tarde, una señora también se sintió mal. Cuando paramos para descansar le pregunté qué le pasaba y nos confesó a todos que sufría del corazón.
—¿Cómo se le ocurre, señora, con esa condición hacer esta travesía?
—Es que tengo que llegar junto a mi hija a los Estados Unidos.
El guía dijo:
—Vamos a dejar en el camino de la Migra a los que ya no pueden continuar. Roguemos porque los encuentren antes que los animales salvajes.
A esa altura, ya habíamos entrado a los cuadrantes que recorre la Migra en vehículos motorizados. A los traficantes de personas no les importa la vida de los demás, entiendo que es un negocio para ellos y que es verdad que cada uno toma la decisión como adultos de arriesgarse al extremo de invocar la muerte en cada peligro, todo por buscar mejores condiciones económicas; pero abandonar a la gente en ese infierno seco, eso es demasiado cruel.
El guía ordenó que continuáramos. Le ayudé a levantarse a la señora, caminamos un largo trecho en esa posición. El señor a quien le dolía las rodillas ya no podía flexionarlas, caminaba como pingüino, pero le costaba mucho y, según él, el dolor era cada vez más insoportable. Llegamos a un recodo por donde la Migra hacía su recorrido. El guía dijo «aquí se quedan si no pueden continuar, no voy a arriesgar a todos por dos personas». La señora ya no podía ni levantarse de donde se sentó; mientras el guía hablaba las dos personas suplicaban que no los abandonemos. El guía empezó a caminar de nuevo sin escuchar; los demás lo siguieron. Un muchacho y yo nos miramos y le dije:
—Vamos a ayudarles a llegar, hagamos lo siguiente, le llevamos en andas a la señora siguiendo el grupo hasta un punto sin perderlos de vista, y volvemos por el señor.
—Hagámoslo.
Alzamos a la mujer y hacíamos como de apoyo para alivianar el peso de su cuerpo y para que no se agitase de más. Luego volvimos por el señor. Lo encontramos bañado en lágrimas. Se puso tan contento cuando nos vio, nos agradeció mucho por volver, pensó que lo abandonaríamos.
—No haríamos eso, señor —le dije.
Y así procedimos el resto de la tarde y toda la noche hasta que llegamos al punto de extracción.
Increíblemente, el guía dijo:
—Admiro su valor por lo que hicieron por estas personas.
Estábamos agotados, pero orgullosos de haber llegado todos juntos. Con el muchacho que me ayudó hablamos más y me comentó que por esas vías de tren que cruzábamos en ese momento pasaba uno que va a Tucson y si seguíamos la vía podíamos llegar, así no le pagábamos nada a ellos. Este muchacho era mexicano y ya había pasado un par de veces la frontera.
—Prefiero seguir con el grupo —le dije.
Estábamos en una colina desde donde se veían la ciudad de Tucson a la derecha y por la izquierda la ciudad de Phoenix. La vista de ambas localidades era impresionante, de ensueño.
El grupo anduvo unos metros más buscando un lugar donde ocultarnos mientras llegara el vehículo que nos extraería de ese lugar, siempre en la colina.
Mientras esperábamos iban llegando distintos vehículos, pero no al mismo tiempo. El guía llamó por teléfono para avisar que ya estábamos en posición. Yo creía que los vehículos que entraban al área venían por nosotros, «ese ya es», me decía a mí mismo. Cada rodado venía a recoger a otros grupos de migrantes que estaban ocultos a una distancia de 50 metros aproximadamente a nuestro alrededor. Fue ahí que me di cuenta de que había más gente y todos estaban en silencio. Fue impresionante ese espectáculo de vaivén de vehículos: según la medida de la esperanza, parecía un carnaval fantasma lleno de caravanas silenciadas, o como una procesión fúnebre.
Después de horas llegó el nuestro, era una furgoneta Chevrolet, parecida a la de la serie «Los Magníficos», pero esta era una versión familiar, de esas con ventanas panorámicas y cortinas, vehículos que usan los gringos para viajes de cortas distancias dentro de su país.
Nos ubicamos, todos sentados en el piso. Prohibieron abrir las cortinas para no arriesgar a que nos viera algún conductor y por consecuencia llamase a la Migra dando los datos del vehículo. Obedecimos al pie de la letra, el chofer y su copiloto sentados en sus respectivos asientos y nuestro guía en el piso, en medio de ellos dos, iban consumiendo cocaína a bulto. Me moría de ganas por pedirles un pase, pero yo mismo me decía «enfocate en tu objetivo, solo en eso»; de hecho, el guía todo el camino fue consumiendo cocaína y varias veces me atajé para no pedirle un pase.
Como todos estábamos sentados en el piso, bien se podía ver por el parabrisas delantero cómo íbamos entrando a la ciudad después de una hora de viaje, hasta que llegamos a la casa de seguridad.
Al entrar por el portón vi una pequeña casa de dos plantas, al fondo, lado izquierdo, mirando de frente la propiedad, no había nada de vegetación. La vivienda tenía ventanas cubiertas con placas de madera que daban la impresión de que seguía en construcción. Al costado derecho había un galpón que era continuación de la propiedad, la puerta de acceso estaba en ese lado. En ese lugar se veía a los miembros del cartel de los Zetas, que, en esa época, si mal no recuerdo, estaban en sus años de consolidación. Eso lo sé porque después fueron tomando fuerza, sabía todo eso por las noticias de Telemundo y Univisión, canales latinos en Estados Unidos.
Bajamos del vehículo, justo frente a la puerta de acceso para que nadie del exterior nos viera. La propiedad estaba completamente amurallada, vecinos a los costados y atrás, al frente un par de locales comerciales, el portón no era alto, según lo vi al entrar.
Nos recibieron en una casa de unos veinte metros cuadrados aproximadamente, que calculé a ojo porque trabajaba en construcción y tenía experiencia en todo lo que eran estructuras edilicias en ese país. La casa contaba con un pequeño espacio de cocina, pero sin mobiliario, solo una mesada y una alacena; en lo que sería la sala solo había una mesita redonda donde estaba el teléfono y una silla que era del vigilante que generalmente estaba en el galpón cuidando la puerta, después ni un solo mueble más.

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