2 - Océanos de miedos: Contigo el miedo se hace silencio

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La noche no nos dio tregua. Mientras le limpiaba con cuidado las heridas, Dani accedió a explicarme cuál era su problema:

—Tengo miedo escénico. Más que miedo. Se podría decir pánico. Por eso me echaron, porque me bloqueo en público.

A pesar de que un sentimiento así me era del todo ajeno, sentí una cierta empatía hacia él: vivía a la sombra de lo que podía ser. Aún así, no quise consolarle ni tampoco sentir lástima por él, así que me limité a sonreír. Pareció relajarse y el rubor de sus mejillas se suavizó un poco.

—Quédate a dormir —dije, sin pensarlo demasiado. Esta vez fui yo la que sintió calor en el rostro, no quería que me malinterpretase.

—¿Qué?

—Imagino que tus ex compañeros sabrán dónde vives, ¿no? Es más seguro que te quedes aquí.

Extendí los brazos tratando de abarcar la estancia en la que nos encontrábamos. Me alojaba en uno de los hoteles Girasol. La habitación era de un lujo que no se correspondía con mis presupuestos habituales, pero era el único hotel que había encontrado cerca de los campos de lavanda. Dani me miró con la cabeza ladeada y se encogió de hombros. Cuando empezó a sentarse en el suelo, le señalé la cama:

—Vamos, no pasa nada.

Pero sí pasaba. La noche transcurrió en un extraño trance de duermevela, pendientes el uno del otro. A cada movimiento mío, él respondía. A cada movimiento suyo, yo me reajustaba. Parecía que estuviésemos librando una batalla. Mi piel ardía y Dani parecía una estufa. Casi de madrugada, nos giramos al mismo tiempo y, de manera natural, nuestros labios se fundieron.

Durante el desayuno, Dani parecía más seguro de sí mismo y nuestros cuerpos reclamaban la proximidad del otro a través de roces de manos que nada tenían de casuales, de pies encontrados bajo la mesa y caricias mal disimuladas. Inspirada por la intimidad compartida, cuando descansábamos en el césped del hotel, le pedí que cantase y tocase para mí:

—No sé, Blanca... —ladeó la cabeza y yo le hice pucheros—. Venga, va. Subo a la habitación a por la guitarra —dijo, sonriendo.

Sin embargo, cuando volvió, habían bajado otros huéspedes al jardín y Dani se quedó paralizado. Yo comprendí su situación: delante de ellos no se sentía capaz de tocar ni cantar. Me puse en pie rápidamente y le arrastré del brazo hasta mi mini azul. En menos de quince minutos descansábamos entre los campos de lavanda. Le puse una mano en la suya y le dije:

—Cierra los ojos y canta.

—No me hace falta cerrar los ojos, Blanca —esbozó su media sonrisa y ladeó la cabeza a la vez que su piel enrojecía de nuevo—. Contigo el miedo se vuelve silencio.

Un hormigueo recorrió mi cuerpo y fui consciente de la quietud que nos rodeaba. Mis sentidos fueron capaces de registrar todo lo que nos rodeaba con tal grado de detalle, que se quedaría para siempre grabado en mi memoria: las abejas zumbaban a nuestro alrededor, el ambiente olía a la lavanda, la brisa removía nuestros cabellos, el sol calentaba y, de vez en cuando, algún coche pasaba por la lejana carretera. En el aire los pájaros piaban y, para mi sorpresa, un globo aerostático volaba surcando el azul del cielo.

—Son para los turistas —me dijo Dani, siguiendo mi mirada. Después se puso a cantar una canción preciosa.

Esos mismos turistas fueron llenando poco a poco las sillas del festival, poniendo fin a nuestro concierto privado. Todos vestían de blanco, como requería la ocasión. Con mi pase de fotógrafa, conseguí un par de sitios cerca del escenario, justo cuando el primero de los grupos comenzaba a tocar. No tenían ni la mitad del talento que Dani tenía y no me hizo falta mucha intuición para leer en su rostro que ese grupo era el sustituto de aquel al que él había pertenecido. Distraje sus evidentes pensamientos meditabundos brindando con las copas de champán que nos sirvieron y, al finalizar el concierto, nos desplazamos hasta los foodtrucks que rodeaban los campos. Bebimos y conseguí levantarle el ánimo a Dani lo suficiente para que asomase alguna sonrisa mientras nos inventábamos la vida de las personas a las que tomaba fotografías. Justo antes de que empezase la cena Gourmet, la noche consiguió acortar la distancia magnética que nos separaba y nuestros labios volvieron a encontrarse como lo habían hecho de madrugada.

Para cuando acabamos nuestro postre de té y chocolate blanco, yo había bebido lo suficiente para no razonar con claridad. Cuando vi que el escenario se había reconvertido en un karaoke, empujé a Dani a él. Nadie le prestaba mucha atención, pero percibí todas las señales de su angustia: el micro temblaba en sus manos, su rostro era bermellón, el sudor surcaba su piel y su voz se había perdido en alguna parte. Finalmente, se encogió de hombros y se alejó corriendo.

Yo corrí detrás de él y le alcancé a la altura de la carretera.

—Lo siento.

—¿Lo sientes? Blanca creo que no lo entiendes. Y, ¿sabes qué? Es normal, ni siquiera nos conocemos. Esto, tú y yo, ha sido un tremendo error. Un sinsentido en todos los sentidos. Le he abierto mi corazón a una extraña a la que dentro de dos días dejaré de ver. Una persona que evidentemente no entiende lo que se siente al tener un problema como el mío. Porque tú eres todo lo contrario, eres valiente y no tienes miedo a nada. Pero, ¿sabes qué? Yo soy un océano de miedos.

Podía haberme justificado o haber respondido de alguna manera. Pero solo guardé silencio. De nuevo, registré todo lo que me rodeaba, pero esta vez de una manera diferente. Los mismos sonidos parecieron una banda sonora triste, mientras veía a Dani darse media vuelta y echar a andar por la carretera, volviendo a Brihuega.

 Los mismos sonidos parecieron una banda sonora triste, mientras veía a Dani darse media vuelta y echar a andar por la carretera, volviendo a Brihuega

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Nota de la autora:

¿Qué os ha parecido el capítulo? ¿Qué creéis que pasará con Dani y Blanca?

De todos los trirrelatos, este es el final que menos planifiqué... ¡ya veréis!

¡Saludos!

Crispy World

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