3 - Asociales: Helado de menta

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Nadia soportó con entereza el repaso crítico de la camarera, que claramente le servía el helado preguntándose qué habría visto en ella el admirador secreto que le había dejado aquel encargo.

—Ya está pagado. Y han dejado esta nota, toma —dijo, tendiéndole una servilleta de papel, con un garabato azul en el medio.

Nadia se encogió de hombros, aparentando indiferencia ante la actitud desagradable de aquella chica. Tendría más o menos su edad. Nadia sabía, como si pudiese leerle la mente, que pensaba que era un bicho raro.

Suspiró, pues casi había olvidado lo que era sentirse diferente.

Nadia había vuelto a Santander desde Madrid a principios de Mayo, tras finalizar con éxito todos sus exámenes del segundo cuatrimestre. Aquel año había sido un auténtico revuelo de emociones. Había conocido a un montón de gente como ella, con sus mismos gustos y aficiones. Pero también había hecho amigos que en nada se parecían a ella. Todas las barreras y las clases sociales parecían haberse difuminado en la Facultad de Ciencias, donde se imponía la ley del más inteligente. A Nadia se le había dado bien ese juego. Además, los findes del último año los había pasado en fiestas y barbacoas, lejos de las normas de sus padres. Pero desde que había vuelto a su casa tenía que atacar sus protocolos, pues al final se habían portado bien con ella y le habían ayudado mucho económicamente durante aquellos meses. Sin embargo, durante todo aquel tiempo había un hueco en ella. Un agujero con el nombre de Milo.

Salió de la heladería y fue a sentarse al paseo marítimo. Con nerviosismo, leyó el papel. Ponía: Santillana del Mar. Se tomó el helado de menta de la tarrina con prisa, mientras reflexionaba. Hacía unas horas había recibido un mensaje de Tommy, el antiguo profesor de Milo, en el que le decía que tenía una cita en la heladería del paseo. Nadia había estado segura de que encontraría a Milo allí, a pesar de que Tommy le había dicho unos días atrás que no le buscase. Sin embargo, la camarera, al ver a Nadia, le había dado un helado y aquella extraña nota.

Decidida, se puso en pie y se subió al coche de segunda mano que se había comprado en Madrid.

En el camino a Santillana comenzó a llover ligeramente. Tardó apenas media hora en llegar. Aparcó a las afueras del pueblo y recorrió sus calles, que parecían sacadas de un cuento. No sabía bien a dónde ir y no tenía paraguas. Escribió a Tommy, esperando que le diese alguna pista, pero no obtuvo ninguna respuesta. Ya iba a darse por vencida, cuando le vio en el medio de la calle, bajo un paraguas rosa. Nadia no supo qué hacer. Llevaba meses queriendo verle, queriendo disculparse, queriendo que la perdonara por haberse ido; y, ahora que le tenía delante, no sabía qué hacer.

Pero como siempre, fue Milo el que le tomó la iniciativa.

—Es una pena, hoy no hace de gelato —dijo, cubriéndola con su paraguas—. Come stai, Nadia? Te he echado de menos.

Nadia le miró sorprendida.

—No lo parecía... nunca me respondiste a nada. Ni llamadas, ni mensajes. Sé que me porté mal, pero no esperaba ese silencio.

—¿Puedo besarte?

Nadia sintió un extraño revuelo en el estómago. Había besado muchos labios durante los últimos meses, pero nada le había hecho sentir lo que aquella frase.

—Milo, necesito explicaciones. No puedes desaparecer del mapa y reaparecer un año después queriendo besarme.

Milo abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Después la cerró y echó a andar. Nadia se apresuró a correr detrás de él.

—¡Espera! ¡No tengo paraguas!

Nadia siguió a Milo hasta una cafetería donde se resguardaron de la lluvia. Como no podía ser de otra manera, pidieron unos helados. Cuando se sentaron, un tenso silencio se extendió entre ellos.

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