2 - Mochila de cáñamo: Atardeceres en Cádiz

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Como era de esperar, nunca encontré al chico de Nepal. Me quedé atrapada en Cádiz al comienzo de la pandemia, viendo cómo se truncaban todos mis planes. Lo que sí que encontré fue un buen amigo en mi compañero de piso Miguel. Era historiador y estaba dispuesto a paliar mi falta de aventura en busca de la fábrica de cuero con una buena dosis de información de la tradición de la piel en el sur de España:

—¿Sabíais que en Cádiz tenemos una larga tradición de producción del cuero? Uno de los sitios más importantes es Ubrique, uno de los pueblos blancos. Comenzaron haciendo petacas, ¿lo puedes creer? Y desde ahí...

De primeras, Miguel me pareció algo repelente. Sin embargo, fue lo suficientemente majo para soportar la llantina que me dio la primera noche, tras probar unos cuantos vasos de un jerez que Miguel había comprado en su última visita a Jerez de la Frontera:

—¿Cómo he podido? Es que esto no va a funcionar, joder. ¿Cómo he podido? ¿Qué clase de puta locura se me ha pasado por la cabeza para hacer todo esto? Me he hundido tanto en la mierda que necesito un milagro —dije, agarrándole del cuello de la camisa de una manera amenazadora.

—Tranquila, necesitabas un cambio —dijo en tono apaciguador—. Has corrido un riesgo. A veces son necesarios para llegar a dónde queremos.

—¿Y mira dónde he llegado? —bufé yo.

No recuerdo mucho más de aquella noche, tan solo la sorpresa que me llevé cuando descubrí que a Miguel y a mí nos gustaba el mismo tipo de chico:

—¡Está como un tren! —dijo mirando la foto de Guille que le enseñé en el móvil—. No me extraña que le eches de menos, yo también lo haría. Seguro que más de una se alegra de que te hayas quitado de en medio... —abrí mucho los ojos—. ¡No! Perdona, no quise para nada decir eso. Seguro que es un santo y te espera...

A pesar del apuro que pasó Miguel, desde entonces se convirtió en mi salvavidas. Así lo fue cuando al día siguiente me sentí la persona mas egoísta del planeta: el mundo entero se desmoronaba ahí fuera y a mí solo me preocupaban mis problemas, enclaustrados entre las cuatro paredes de aquel piso. En un intento de animarme, fue la primera tarde que inauguramos la tradición de ver el atardecer y que mantendríamos durante aquellos meses de confinamiento. Teníamos la inmensa suerte de poder disfrutar de los atardeceres de La Caleta desde nuestra ventana. Todas las tardes, abríamos las ventanas del salón y contemplábamos el espectáculo de naranjas en el cielo y en el mar de Cádiz, mientras nos tomábamos un jerez y yo aprendía que había distintos tipos de esta bebida. Con el paso de los días, me fui volviendo a formular a mí misma. Tuve la oportunidad de hacer lo que yo buscaba: parar. Romper hábitos y dejar de ahogarme en costumbres ajenas. Pude pensar en qué era lo que a mí me gustaba, pude definir rutinas hechas con mis propias reglas.

Poco a poco, encontré las historias en mí y no en otros, como yo pretendía.

Empezar a escribir fue como volver a la vida. Inspirada por las historias de Miguel, dejé que me instruyese en la historia de la zona cuando se pudo volver a salir de casa. Miguel me enseñó todos los restos romanos de la provincia: desde el Teatro Romano de Cádiz, a la ciudad romana de Baelo Claudia en la playa de Bolonia.

Fue precisamente en esa playa, en una tarde del marzo del año siguiente, con el viento dándonos una tregua, cuando Miguel me hizo ver que me había quedado a mitad de camino:

—Tengo una noticia que darte. Me iba a esperar a la cena, pero no me aguanto más.

Le miré por encima de mis gafas de sol:

—¿Te has echado novio? Por eso estás tan raro.

—No. Me he terminado tu borrador. Y no estoy raro.

—Sí, lo estás. Te quedas a medias de decirme cosas. ¿Qué te ha parecido?

—Me gusta. Tienes la esencia. Captas a la perfección la magia de la zona. Y lo de la historia de amor y los viajes en el tiempo es una pasada que engancha que te cagas... peeeero... te has quedado a mitad de camino.

—¿Qué?

—Sí. Y eso es lo que te quiero decir cada vez que me quedo a medias de contarte algo. Tu historia es espectacular, pero está comedida. Está contenida, acotada. Te falta dejarla volar, liberarla y hacerla explosiva.

Guardé silencio unos segundos y observé la inmensidad de las dunas que me rodeaban.

—No me dices nada nuevo, ¿sabes?

—Eso me temía.

—Pero no sé cómo hacerlo.

—Viviendo.

—¿Qué quieres decir?

—Habías venido a cruzar océanos y te has quedado atrapada con el desconocido de tu compañero de piso, dándote el murgón sobre la historia de los romanos en Cádiz.

—Tus historias son la base de mi libro. Y eres mucho más que un desconocido compañero de piso.

—Lo sé y por eso te digo esto: sigue tu camino. No te quedes atascada. Llena esas páginas de color e intensidad.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes lo que quiero decir.

Miguel dio por finalizada la conversación, alejándose para meter los pies en el agua y yo creí comprender lo que quería decir.

Una semana después, me despedía de Miguel en la estación de tren.

—¿Sabes ya qué es lo que vas a hacer?

—¿No sabes ya lo indecisa que soy?

—Mantenme informado —me dijo, sonriendo a modo de despedida.

Volvía a Madrid un año después de haberme ido, sin ningún plan en la cabeza. Una parte de mí me pedía buscar a Guille y la otra me decía que cogiese un avión con destino a algún sitio exótico.

La estación de Atocha me acogió con la conocida algarabía de voces y personas. Arrastré mi maleta por el andén hasta salir a la calle y refugiarme en El Retiro. A la sombra de un olmo, estudié la foto de WhatsApp de Guille, un hábito que llevaba arrastrando durante el último año. Me recreé en cada una de las líneas de su mandíbula. Apenas habíamos hablado durante aquel año, lo justo para saber de la salud del otro en aquellos tiempos tan raros. Recordé una canción que me había mandado al poco de irme, If the world was ending. Hablaba de dos personas que, por distintas razones, no pueden estar juntas, pero piensan en buscarse si el mundo se fuese a acabar. Pensé que el final del mundo no era tan descabellado con todo lo que llevábamos vivido durante ese último año.

Suspiré a medida que la decisión cobraba forma en mi conciencia.

Me puse en pie y cogí el móvil para pedir un taxi.

Tenía un sitio al que ir con urgencia.

	Tenía un sitio al que ir con urgencia

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