2 - Forasteros: La mejor equivocación de mi vida

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Vino a buscarme por la mañana, con una media sonrisa colgando de sus labios y una mirada llena de promesas. El día anterior habíamos amanecido juntos, pero no habíamos tenido tiempo de hablar de nada: fuimos a rodar al Acueducto y luego cogimos un autobús hasta uno de los hoteles Girasol, cerca de Sigüenza, donde íbamos a rodar una de las escenas de final de temporada.

—No sonrías así —le dije, cuando abrí la puerta de mi habitación.

—¿Así cómo?

—Así. Todo el mundo sabrá que ha pasado algo entre nosotros. Matías, el cámara, ya sospecha. Ayer me estuvo acribillando a preguntas.

—¿Y si no puedo evitarlo? Además, lo que le pasa a Matías es que está colgado por ti, todo el mundo lo sabe. Como yo, y creo que todo el mundo lo sabe también. Y creo que por eso le caigo mal —su sonrisa se ensanchó por toda su cara.

—Dame cinco minutos, Sam. Ahora voy al desayuno.

Le sostuve la mirada hasta que bajó por las escaleras y me permití soltar el aire que había estado conteniendo. La atracción entre nosotros era tan obvia como imposible. No podíamos. Y punto.

Fui al desayuno, que era en el comedor del edificio principal. Hacía frío aquella mañana. Cuando atravesé la puerta, sonó una campana y un atento camarero vino a guiarme hasta donde estaba Sam. Me esperaba en una mesa para dos, repleta de bandejas y fuentes con todos los tipos de desayuno que uno pudiese imaginar: tostadas, mermeladas, yogures, bollos, churros, fruta, huevos.

—No es buffet libre —me dijo cuando me senté. Estaba tan ilusionado frente al desayuno como un niño pequeño y no pude evitar sonreír yo también.

Sonreí e inspiré hondo, mientras él pinchaba una uva. El aroma natural de Sam era fresco, agradable y excitante. Una mezcla de lo cítrico de una mandarina y la menta de los chicles que normalmente mascaba entre escenas. Le vi engullir con alegría toda la comida, mientras yo me servía unas tostadas y un café. Observé cada uno de sus movimientos, especialmente los de sus manos. Me gustaban sus manos, se movían son solidez y seguridad. Mostraban la alegría natural de Sam. Me contó algún chisme que había ocurrido entre los extras que teníamos ese fin de semana, pero mi mente estaba en un estado demasiado confuso para procesar la información. Cuando terminamos el desayuno, salimos a los jardines, donde las altas plantas y árboles estaban cubiertos de una fina capa de nieve.

—Sam, espera —le cogí del brazo y miré alrededor, asegurándome de que nadie podía vernos. Ni tampoco oírnos. Aún así hablé en susurros—. Lo que ocurrió el otro día... yo... no podemos.

Asintió mirando hacia el suelo.

—Es un error —añadí yo.

Abrió ligeramente la boca y frunció el ceño. Siguió mirando al suelo durante unos segundos.

—Sí, puede que sea un error... —dijo, finalmente—. Pero... ¿soy yo un error que quieras cometer? —me miró con intensidad—. Porque estar contigo es la mejor equivocación que he tenido en mi vida. ¿Quieres equivocarte junto a mí? —subió el mentón hacia arriba. Yo sabía que hacía eso cuando tenía miedo y comprendí que temía cuál iba a ser mi respuesta. Creo que fue eso lo que me cautivó.

M respiración se agitó y dejé de sentir el frío que nos rodeaba cuando dije:

—Sí.

Me miró intensamente y a la vez sonrió. Me encantaba su sonrisa.

—Vamos, ven.

Me tomó de la mano y me arrastró por la puerta de madera que daba a la carretera. El hotel estaba fuera de Sigüenza, pero proporcionaba unas motos de alquiler para que los huéspedes pudiesen acceder fácilmente a las medievales calles del pueblo. Sam me dio su mochila y un casco. Al hacerlo, se acercó a mi rostro. Nuestros labios se pegaron como imanes, pero fue un beso rápido. Nadie podía vernos.

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